El caso Banco de Chile y la cuestión de la ciberseguridad bien nos pueden remitir a la tensa relación que existe entre el control democrático de la inteligencia, es decir, transparencia y rendición de cuentas, con la eficiencia en la función de ésta, es decir, una práctica basada en el secreto. Considerando que una estrategia en el amplio sentido de la ciberseguridad en el quinto dominio del ciberespacio tiene dos objetivos fundamentales, que son el de brindar seguridad y certidumbre a la sociedad y fomentar la prosperidad económica y social de un país, resulta irrenunciable el respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos y que sostienen un Estado democrático.
Por lo tanto, una construcción de seguridad cibernética reducida a la ciberdefensa o a los asuntos militares y de inteligencia no produce otra cosa que una asimetría, o un aparente trade off , entre seguridad y derechos. El BID y la OEA destacan entre los derechos amenazados aquéllos relativos a la privacidad, la libertad de expresión, de asociación, al debido proceso, entre otros. Y en esta línea se enmarcó el Plan Nacional de Ciberseguridad dado a conocer en 2017 y que el actual gobierno parece querer profundizar. Esto es, una política integral, multiplataforma, que asumía una responsabilidad en la amplia red de infraestructura crítica del Estado: energía, transporte, económico-financiero, educación, defensa, entre otros más.
En suma, y en virtud de la ventana de oportunidad que significó este incidente, es de esperar que las propuestas en materia de reformas legales, operativas y orgánicas que el Comité Interministerial de Ciberseguridad entregará en agosto, se condigan con la necesidad de desarrollar en la ciudadanía una mayor confianza en las instituciones.
Rodrigo Cárcamo y Nicolás Godoy
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