Por Cristian Fuentes, programa Internacional y Defensa del Instituto Igualdad en El Mostrador
En Chile acostumbramos a confundir los conceptos de límite y frontera, usando indistintamente términos que están relacionados, pero no son sinónimos exactos. Entendemos un límite internacional como una línea imaginaria fija, establecida por un Tratado, que separa dos o más Estados contiguos. Frontera, en cambio, es una zona sociológica, cultural y económica esencialmente móvil, donde se producen múltiples interacciones que expresan la interdependencia existente entre sociedades asentadas a un lado y otro de países aledaños.
Una explicación posible sobre la confusión entre los dos significados es la historia y la geografía, ya que nuestro límite norte es resultado de la Guerra del Pacífico con Perú y Bolivia, y con Argentina es producto de un extenso proceso de demarcación a lo largo de la cordillera de los Andes y más allá. Estas definiciones constituyen una parte importante de nuestra identidad nacional, aunque la solución a la mayoría de los diferendos vecinales, el fortalecimiento de los lazos comerciales y el avance de las comunicaciones durante el siglo XX y lo que va del XXI hacen necesario que el Estado separe ambas nociones y entienda sus fronteras de un modo más amplio y dinámico, tomando en cuenta la complejidad de experiencias cotidianas, tradiciones, legados e intereses que las conforman.
Para el Estado moderno ha sido fundamental establecer con exactitud el territorio donde ejerce su soberanía, por lo que prevalece una idea de linealidad que define los contornos de su jurisdicción. Pero frontera implica una zonalidad no jurídica que contiene actores a un lado y otro, ya sea de manera activa o no activa cuando predomina el vacío.
Las fronteras de un país constituyen una vasta gama de contextos, con distintos grados de articulación e integración, los cuales componen una determinada situación. Cuando existe un desarrollo adecuado, estas franjas se incorporan a la actividad de cada país, más aún cuando concurren reglas, planes y proyectos a partir de políticas nacionales que estimulan los acuerdos de integración, mediante la facilitación del tránsito de personas y bienes, la utilización compartida de servicios y la cooperación transfronteriza, permitiendo la superación de las desventajas que sufren las poblaciones que residen en estos lugares, debido a su ubicación periférica.
Los 6.327 kilómetros de borde fronterizo terrestre con que contamos conforma un escenario potencialmente disponible para vigorizar el desarrollo de extensos espacios binacionales y trinacionales (aparte del contacto con cada uno de los tres vecinos, Chile cuenta con dos triples fronteras: una en el extremo norte con Perú y Bolivia, y otra más al sur con Bolivia y Argentina, frente a Antofagasta). Allí se requiere reemplazar los criterios caracterizados por la desconfianza, las amenazas y los litigios (agenda histórica), por una visión de seguridad cooperativa, capaz de articular proyectos de beneficio común que avancen hacia una integración práctica en la que se vean reflejadas las aspiraciones de las comunidades involucradas (agenda de desarrollo).
Un adelanto importante en este sentido lo constituye el funcionamiento de los Comités de Integración y Frontera, así como la ZICOSUR (Zona de Integración del Centro Oeste de América del Sur) que aglutinan a las instancias de los gobiernos centrales y subnacionales (regiones, estados, provincias, departamentos y municipios), junto a las respectivas sociedades, con el objeto de solucionar problemas y discutir proyecciones futuras entre los protagonistas públicos y privados de las relaciones vecinales y paravecinales (ZICOSUR incluye a Brasil y Paraguay). El salto que hace falta es crear Macrorregiones que funcionen como una sola unidad en todo aquello que definan como conveniente y que permitan los marcos legales de sus respectivos Estados. Asimismo, se requiere reformar y modernizar las estructuras administrativas, dotándolas de una mentalidad acorde con los cambios y de instrumentos eficaces para llevar a la práctica los objetivos propuestos.
El desafío es definir como tarea nacional la construcción de un diseño compartido de progreso, sin que la reciprocidad sea un requisito imprescindible para comenzar, sino una meta que se logre con el tiempo, pues primará la conveniencia unilateral hasta que intereses compartidos fruto de ventajas comparativas y competitivas sumen voluntades. Por ejemplo, se puede perfeccionar la infraestructura de conexión transfronteriza sin que nuestros vecinos hagan automáticamente lo mismo, si dichas iniciativas forman parte de una estrategia de desarrollo que fortalezca, a través de éxitos progresivos, una suerte de territorialidad con perspectiva internacional.
Un mundo en continuo cambio, en el cual fenómenos globales como la migración y la crisis climática demuestran la necesidad de colaborar, demanda nuevos Tratados sobre desarrollo fronterizo, tal como hicieron Perú y Ecuador para superar el conflicto por el río Cenepa. La idea sería generar esquemas apropiados para crear zonas de paz y prosperidad que reemplacen discursos utópicos por voluntad política traducida en acciones de integración concretas.