Cristian Sanhueza Cubillos
Programa Indígena
Instituto Igualdad
Luego del resultado del plebiscito del 4 de septiembre, las fuerzas políticas representadas en el Congreso continúan la discusión en torno a un nuevo (segundo) proceso constituyente, uno posterior a las promesas del rechazo para reformar. Entremedio han aparecido voces que llaman a la elaboración de una constitución neutra ante el escenario del statu quo en que se encuentran las negociaciones. Pareciera que la hipótesis del rechazo lleva al país a la esquina, a una en que se erige una pared aparentemente insoslayable y que tiene grabada la idea de mantener la actual constitución. Pero ¿realmente se acabó la idea de una nueva constitución? ¿Se acabaron las posibilidades de diseñar un nuevo proceso constituyente? ¿Es suficiente lo que nos queda, la actual constitución del 80’?
El escenario actual lleva consigo la incertidumbre como factor central. Entre los índices económicos y las cifras de seguridad, las preocupaciones cotidianas del ciudadano tienden a desplazar las decisiones que implican un resultado a largo plazo. Está claro, una constitución no resolverá la falta de trabajo ni evitará el portonazo de la noche a la mañana, en eso debiésemos estar todas y todos de acuerdo. Y es esta aparente distancia entre lo cotidiano y el derecho lo que fortalece la posición de quienes llaman a olvidar la posibilidad de cambiar la constitución y a exigir soluciones a los problemas reales de la gente.
Resulta que aquí –en el campo del derecho– lo real está condicionado por lo constitucional, pues la constitución impone los límites de lo posible en cuanto a las reglas de convivencia que ella establece. De modo que preocuparse por una constitución es poner atención a las condiciones de posibilidad de lo real. De algún modo, es tomar en serio los factores que influyen en la falta de trabajo –y las consecuencias en el vivir– y a aquellas que repercuten en la disminución del delito; que, por cierto, no son cuestiones de solo crear nuevos empleos o aumentar la persecución penal y policial, sino que también pasa por la configuración de un estado social de derecho que forje, entre otras cosas, equidad en el desarrollo de las personas durante sus vidas.
Ahora bien, detengámonos un momento para preguntarnos si vale la pena, más allá del resultado, olvidar los últimos 3 años –así como se pretendió olvidar 30– y continuar masticando cuánto más la carencia del triunfo. Entre la derrota moral y la cruda realidad, ¿hay algo que mantenga, entonces, la idea de un nuevo proceso? ¿Efectivamente el rechazo fue y sigue siendo absoluto y nada ganamos? ¿Todo se rechazó? ¿Abandonamos la idea de una nueva constitución? En mi opinión, no. Creo que la experiencia política y constitucional del último tiempo ha aportado al crecimiento democrático del país. Y en ello veo al menos dos situaciones relevantes y que permiten mantener vigente la hipótesis constituyente, es decir, aquella que sostiene la idea de una nueva constitución.
Una primera situación dentro del proceso constituyente es una premisa probablemente inadvertida o derechamente ignorada, cual es que el pueblo chileno retomó la soberanía para decidir la continuidad o no de una constitución. Por más de 40 años, el mantra que la constitución del 80’ es rígida y, por tanto, difícil de modificar, imperó en el orden político chileno. Los enclaves autoritarios, cuales cerrojos de la democracia, han trabado avances significativos para las personas, lo que ha sido utilizado por sectores para impedir reformas al concebido sistema. Sin embargo, dicha especulación se ha diluido con la alta participación en los plebiscitos, así como en la discusión pública que suscita lo constituyente. Hoy más que ayer hay ciudadanas y ciudadanos que miran a la constitución como la manifestación del pacto social, una que por años ha estado en la esquina, arrinconada por una realidad forjada en dictadura por más retoques que esta tenga.
Asimismo, y aunque una mirada apresurada la catalogaría de riesgosa, es relevante que en Chile se haya retomado la capacidad creativa del derecho. Me refiero a la acción de diseñar marcos jurídicos, en este caso constitucionales, más allá de las estructuras contingentes. En ello el proceso constituyente pasado, se quiera o no, acercó la democracia a la gente. Esto permitió una diversidad de contenidos, muchos de ellos que por ambigüedad o lejanía al lenguaje del pueblo acumularon un rechazo, pero que de todos modos dan cuenta que el derecho –particularmente el constitucional– sobrepasa los aspectos técnicos y forma parte del lenguaje político de una comunidad determinada.
La hipótesis constituyente sigue vigente, pues es reciente en la memoria del pueblo chileno que la existencia de una constitución depende de una decisión soberana y que tiene por objeto definir lo común. También lo es por cuanto las demandas estructurales que atraviesan al país continúan. Allí se mantiene latente en el pueblo la idea que, ante la incapacidad del sistema político de ofrecer respuestas convincentes a los desafíos del presente, la constitución es, entonces, una solución. O sea, en la medida que las cuestiones de la salud, las pensiones, la educación y el medio ambiente, por mencionar algunas, persistan en un diseño ajeno a las necesidades de las mayorías, aunque funcionales para la minoría, no será un estallido lo que necesariamente aflore, sino una exigencia política la que podrá acontecer: el cambio constitucional.
Chile ganó porque en todos estos años en que dejamos la educación cívica de lado, en el rincón, la volvimos a incorporar en nuestro cotidiano, en el día a día, al tomar una posición sobre una constitución. Más vale tener posiciones democráticas ante una nueva constitución que no tenerlas. El rechazo en ello no fue absoluto, sino que lo fue tan solo respecto a un texto propuesto, a uno entre muchos que probablemente a lo largo de la historia formarán parte de lo que entendemos por nuestra “tradición constitucional”. El apruebo, por su parte, continúa a la espera de una oportunidad para su confirmación, leal a la hipótesis constituyente sigue en la búsqueda del lenguaje adecuado al colectivo que busca representar, un país.