El debate sobre el tiempo de trabajo

La cuestión es cómo logramos que se concilien los intereses de los trabajadores y los empleadores. La propuesta del Gobierno baja los estándares de protección y deja al empleador la atribución de organizar el tiempo de trabajo, según las necesidades de cada empresa, es decir que desregula, porque la flexibilidad alcanzada por el acuerdo individual, es la negación del derecho del trabajo y de su finalidad protectora. Significa anular el principio de irrenunciabilidad de derechos y dejar a los trabajadores sometidos a la voluntad unilateral del empleador.

En el Instituto Igualdad estamos convencidos que la demanda insatisfecha de un tiempo aceptable de trabajo, evidencia la incapacidad de construir acuerdos sobre el tipo de relaciones laborales que nos interesa desarrollar para conciliar bienestar social, productividad y competitividad de las empresas. Y poco ayudan al consenso, la inercia de la cultura autoritaria empresarial y los economistas neoliberales, sin formación en relaciones laborales, con opiniones simplistas como afirmar que la reducción de la jornada a 40 horas significa un aumento de costos del 11%, aplicando una simple regla de tres.

¿No se considera acaso que las últimas horas de trabajo diario son, posiblemente, menos productivas que las anteriores? ¿qué la afectación de la salud mental genera ausentismo y costos para las empresas y el sistema de salud?, ¿qué la insatisfacción laboral reduce rendimientos y la productividad?. Uno pediría de los economistas mayor rigor científico y algo de atención a otras ciencias en sus análisis.

Recordemos que hay importantes consensos sociales, reconocidos en tratados internacionales, que no está demás traer a colación en el marco de estas discusiones. La Declaración Universal de Derechos Humanos prescribe que “toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”. El Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales repite casi literalmente la misma norma.

Temas como jornada de trabajo y descansos suponen acuerdos por áreas o ramas de actividad. Los empresarios, sus asesores y economistas debieran dejar de aterrorizarse con esta palabra, debieran tener la apertura para reconocer el aporte de la organización de los trabajadores en la construcción de acuerdos. Posiblemente lo difícil para ellos, es que supone redistribuir poder social y con ello, mejorar la redistribución de la riqueza.

Estos instrumentos jurídicos internacionales, indican que la regulación de la jornada debe considerar sus efectos en las dos esferas de las horas no trabajadas: descanso y tiempo libre, lo que supone que cualquier sistema de jornada, que incorpore mecanismos flexibilizadores, debe garantizar la certeza o predictibilidad de la jornada, para planificar el tiempo libre y disponer de una cierta regularidad de sus descansos.

La cuestión es cómo logramos que se concilien los intereses de los trabajadores y los empleadores. La propuesta del Gobierno baja los estándares de protección y deja al empleador la atribución de organizar el tiempo de trabajo, según las necesidades de cada empresa, es decir que desregula, porque la flexibilidad alcanzada por el acuerdo individual, es la negación del derecho del trabajo y de su finalidad protectora. Significa anular el principio de irrenunciabilidad de derechos y dejar a los trabajadores sometidos a la voluntad unilateral del empleador.

Nadie ha dicho que la jornada de trabajo y la regulación de los descansos sean inamovibles. El Código del Trabajo establece diferenciaciones y existe una serie de jornadas y contratos especiales, que se hacen cargo de la particularidad de determinadas áreas de actividad. Existen también instrumentos para adecuar jornada y descansos en cada empresa, como el sistema aplicado en la minería, las clínicas, empresas de seguridad, etc.

Un avance en el reciente debate es que la palabra flexibilidad dejó de ser anatema, es posible hablar de la necesidad que el tiempo de trabajo se adecue a las necesidades de la empresa y de los trabajadores, sin recurrir el eufemismo de la adaptabilidad. Pero ésto requiere de instrumentos que eviten transformar la flexibilidad en desregulación.

Cualquier adecuación de la distribución de la jornada, debe hacerse con la organización sindical o, en su ausencia, con la validación de la Dirección del Trabajo. Además, deben existir parámetros establecidos en la ley que identifiquen los máximos diarios, semanales y eventualmente mensuales, las exigencias de descanso, la certeza en relación a los tiempos de trabajo y, la garantía que esa flexibilidad no afecte la seguridad y salud de los trabajadores.

Hay consenso en que la jornada efectiva de trabajo debe disminuir y si para ello se requiere gradualidad y flexibilidad, debe ir de la mano de un efectivo diálogo social, reconociendo el rol de los sindicatos y con una importante intervención de la Dirección del Trabajo, dotada de las facultades y los recursos para ello, con claros parámetros definidos en la ley.

Es necesario insistir en la relevancia del diálogo social, con un importante liderazgo del Estado, en que los actores sociales, sindicatos y asociaciones de empleadores, viabilicen acuerdos de largo aliento y favorezcan el salto que se requiere para consolidar el desarrollo económico y social.

Temas como jornada de trabajo y descansos suponen acuerdos por áreas o ramas de actividad. Los empresarios, sus asesores y economistas debieran dejar de aterrorizarse con esta palabra, debieran tener la apertura para reconocer el aporte de la organización de los trabajadores en la construcción de acuerdos. Posiblemente lo difícil para ellos, es que supone redistribuir poder social y con ello, mejorar la redistribución de la riqueza.

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