TRANSCURRIDOS seis meses del nuevo gobierno, resulta todavía misterioso identificar su sello específico y no parece que el discurso de la «eficiencia» pueda justificar, por sí solo, un período presidencial. Tal vez la próxima discusión presupuestaria arroje luces sobre esto o bien la naturaleza profunda de esta etapa se encuentre en lo dicho por el senador Longueira con la crudeza que lo caracteriza: este es el gobierno de Sebastián Piñera. Es decir, en el estilo de liderazgo y en la personalidad del Presidente radicarían el alfa y el omega de este período.
Puede que sea así de simple. Sin embargo, en estos meses se ha podido observar otro proceso, más silencioso y larvado, pero probablemente de mayor calado histórico: el encuentro de la centroderecha con la realidad social y cultural del país, con todos los contrastes, demandas, diversidades e inequidades presentes en el Chile actual. ¿Qué saldrá de ello? No se sabe, pero es claro que se ha visto obligada a someter apresuradamente sus ideas y discursos a las lógicas propias del oficio de gobernar, debiendo involucrarse en negociaciones, reconocimiento de actores sociales y demandas, y algunas concesiones hasta ayer impensadas.
En los últimos 20 años Chile vivió cuatro gobiernos de centroizquierda, pero bajo la modalidad de un «presidencialismo de minoría» (la derecha controló la mayoría del Senado 19 de esos 20 años). Desde esa posición, la Alianza no tuvo grandes motivos ni oportunidades para contrastar de manera directa sus ideas con la realidad social ni hacerse cargo de su conflictividad. Ciertamente, al acercarse las campañas electorales, su discurso y su programa se tornaban más de centro e incluso igualitarista (hasta ponchos y charangos salían a veces a relucir). Pero, verificada la derrota electoral, la Alianza volvía a la penumbra de su sólida posición de mayoría parlamentaria, convertida nuevamente en una suerte de «guardia pretoriana» de las esencias y radicalidades de su ideario.
Hoy la situación es distinta: la derecha ya no sólo debe responder por una parte de la realidad, sino por el conjunto de ella. Debe comportarse como actor principal -no puede endosarle a nadie más esa responsabilidad- en producir eso que Lechner llamaba «la construcción siempre inacabada del orden social», anticipándose a los conflictos, tejiendo acuerdos y construyendo legitimidad no sólo para sus ideas, sino para toda la sociedad.
¿Cómo concluirá esta transición, este cara a cara de la Alianza con la realidad social chilena y su conflictividad visible y latente? Por ahora, el pronóstico es reservado (50 días para tomarse en serio una huelga de hambre revela, más que aletargados reflejos políticos, una dificultad para «ver» ciertos problemas). Lo más claro es que se va deshaciendo rápidamente un modelo de gobernabilidad, un «modo de hacer las cosas» que caracterizó al país en los últimos 20 años, y aún no se vislumbra un esquema de reemplazo. El asunto tiene su urgencia, pues no es evidente que el proceso de modernización y desarrollo económico de Chile descanse sobre un pacto social -ni multicultural, debiéramos ahora añadir- que goce de la buena salud que algunos suponen, y de ese cierto forzado y estridente optimismo con que el país se ha querido mirar en este Bicentenario.