Hacia el rescate de lo público en la educación universitaria

Andrés Bello

“A nosotros nos parece que no es una prioridad, que no tiene justificación de rentabilidad social que el Estado haga millonarias inversiones en financiar los déficit de universidades ineficientes, públicas o privadas. Si es que finalmente a estas últimas se les quisiera meter en el sistema mientras hay millones de jóvenes esperando la oportunidad para cambiar sus vidas” (Entrevista a Luis Cordero en “El Mostrador”, 21 de septiembre de 2010).

Estas declaraciones corresponden a Luis Cordero, vicerrector de la Universidad San Sebastián a propósito del desafío que planteó el rector de la Universidad de Chile a que el Estado chileno asumiera un “nuevo trato” hacia las universidades públicas, participando activamente en su financiamiento. Lo interesante de sus palabras es que sintetizan una serie de concepciones heterogéneas sobre el rol de la educación superior y que han servido para legitimar el discurso neoliberal como el único posible para sustentar nuestra institucionalidad educativa.

En primer lugar, destaca la utilización del concepto “eficiencia” para diferenciar lo que sería una “buena” de una “mala” universidad. Un concepto recurrente, que refleja el reduccionismo del discurso educativo neo-liberal. Bajo estos parámetros el criterio de eficiencia tendría que ver más bien con la mayor o menor racionalidad en el uso de sus recursos, que con la trascendencia del proyecto que representa cada universidad para el país.

De ese modo, puede entenderse que bajo el criterio del entrevistado, una universidad eficiente es aquella que independientemente de lo relevante de su proyecto educativo para el bien común, sea capaz de autofinanciarse. Por el contrario, una universidad ineficiente sería aquella que, aunque su proyecto educativo se vincule estrechamente al bien común, requiera de aportes estatales directos para su financiamiento para solventar su presupuesto. Cabe decir, que esta distinción no está demás, si consideramos que es cada vez más difícil determinar hasta qué punto algunas instituciones educacionales, bajo la máscara de un proyecto educacional, son funcionales a intereses económicos particulares, que poco tienen que ver con la búsqueda del desarrollo y el bienestar social. Son los representantes de este tipo de instituciones quienes tienden a defender los derechos de las “universidades privadas”, como si fuesen un solo grupo homogéneo, de igual calidad y seriedad en sus proyectos educativos. En fin, los mismos que en base a una retórica dudosa, pretenden igualarse con universidades públicas (y también algunas privadas) de larga trayectoria y acervo histórico, a partir del supuesto de que cumplirían los mismos fines.

Bajo este criterio empresarial poco importa, entonces, que la universidad deba asumir roles que le son propios y que difícilmente pueden ser escrutados bajo los criterios de rentabilidad. Una universidad, debe, por ejemplo, constituirse como una instancia de reflexión académica, un espacio generador de conocimiento y no solo como un centro de formación profesional. Salvo algunas excepciones, la mayor parte de las universidades privadas hacen caso omiso de esta trascendental función social y se reducen a capacitar a la futura masa laboral. No negamos que este rol sea igualmente importante, pero claramente no explica en sí mismo la responsabilidad social que tiene la universidad.

Reducir a la universidad a esa única dimensión, es concebirla a partir de criterios de corto plazo, que se basan en mantener cierto equilibrio entre los gastos propios para su funcionamiento y los ingresos percibidos. Así, su principal fuente de financiamiento serán los aranceles que deben pagar sus estudiantes o bien, donaciones particulares, que en el mayor de los casos servirán para ampliar su infraestructura y, de esa forma, albergar a más estudiantes. Lo que en jerga corderiana es mejor conocido como “proyectos de emprendimiento y desarrollo” (Sic), financiados sobre la base de “excedentes”. En cambio, la investigación científica, la generación de conocimiento, se transforman en meros objetivos residuales. Baste ver la proporción de publicaciones científicas, nacionales e internacionales que emanan desde las diversas casas de estudio.

En ese sentido, la imposición de un criterio de eficiencia “empresarial”, derivado de la privatización del espacio universitario, lleva de forma implícita una fría e insensible aplicación del darwinismo social al ámbito educativo. Bajo este supuesto, el “más apto” o “más fuerte” será aquel capaz de generar excedentes y de ser rentable económicamente para sobrevivir en medio de la descarnada competencia que caracteriza al “mercado” universitario. Quien no demuestre aptitudes para la lucha, no tendrá otro fin que desaparecer, independientemente que cargue con el peso de asumir un rol social inseparable de su existencia y que su proyecto educativo esté concebido a “nivel país” y no a “nivel bolsillo”.

Esta lógica implícita del modo en que los economistas neo-liberales conciben el funcionamiento del mundo, logró ser institucionalizada, a través de las normativas aprobadas durante la dictadura militar. La Constitución de 1980 consagró el derecho a la educación y la libertad de enseñanza como los ejes estructurantes del sistema, reduciendo la labor del Estado a una mera labor subsidiaria. De ese modo, se configuró un discurso que tendió a “demonizar” al Estado, presentándolo como el enemigo natural para la libertad  e iniciativa individual y como el principal obstáculo para el aseguramiento de la calidad, que bajo las premisas del liberalismo económico, solo pueden satisfacerse mediante la acción de los particulares.

En el caso de las universidades, otrora públicas o estatales, la principal consecuencia fue la pérdida de su principal -y tal vez única– fuente de financiamiento: el Estado. Se impuso entonces, a través de las disposiciones del DFL Nº 4 de 1981, la obligación de autosolventar los gastos a través del cobro de aranceles asociados a los costos reales de la enseñanza y a los beneficios privados que traía la educación universitaria para cada estudiante. Se entendía que el financiamiento de las universidades públicas era “un peso” para el Estado y ahora, de forma autónoma, debían competir en igualdad de condiciones con las nacientes universidades privadas. No obstante, se mantuvo cierta cuota de financiamiento directo para las universidades estatales de acuerdo a criterios históricos y de asignación, a lo que se sumó también el Aporte Fiscal Indirecto, otorgado de acuerdo a los puntajes que obtuviesen en las pruebas de selección sus estudiantes matriculados. De acuerdo a los datos entregados por la Víctor Riveros, el aporte directo para el año 2010, representa apenas el 14% del presupuesto de la Universidad de Chile.

La invasión de la lógica mercantilista a la educación universitaria, no solo fue resistida por el mundo de izquierda, sino que también por algunos intelectuales identificados con una visión tradicionalista y conservadora de la sociedad. Fue el caso de Mario Góngora, quien en la década de 1970; es decir, de forma previa al a consolidación de la nueva institucionalidad educativa,  publicó algunos ensayos que criticaban duramente lo que él llamaba el “materialismo neocapitalista” y que a su juicio, estaba llamado a socavar cualquier noción de cultura dentro del  espacio universitario. Para Góngora, la premisa maniqueísta sobre la cual partía el liberalismo, en el sentido de crear una ficticia oposición entre Estado e Individuo, era una falacia, derivada de visiones tecnocráticas sobre la realidad. Sus palabras, anticipaban lo que hoy ha pasado convertirse en la norma: la concepción de la universidad como un agente dentro del mercado. Concepción que queda de manifiesto en las palabras de Luis Cordero y que reflejan la simplificación propia del lenguaje empresarial cuando busca dar explicación a fenómenos que son sumamente complejos.

Tras casi tres décadas de vigencia de la nueva institucionalidad universitaria, algunos “logros” se han transformado en el fetiche para legitimar los supuestos éxitos del sistema. Quizás el más evidente tiene que ver con la ampliación de la cobertura universitaria. Gracias a la red de universidades privadas, hoy es posible que un mayor número de estudiantes accedan a la educación superior. En lenguaje económico, hoy tenemos una mayor “oferta” educativa que hace treinta años, la que a su vez se caracteriza por una mayor “diversidad” de proyectos.

Pero lo cierto, es que la existencia de mayor cantidad de universidades acarrea necesariamente el efecto de que una mayor cantidad de estudiantes pueda acceder a la educación superior. En términos, concretos, hoy existe una oferta sustancialmente mayor a la de hace tres décadas. Si a eso sumamos que la base del financiamiento es el cobro de aranceles, es casi inevitable que algunos planteles universitarios abran indiscriminadamente sus matrículas, obviando cualquier criterio de exigencia académica.

En este punto, entra en juego, la segunda parte de las citadas declaraciones de Cordero. Aquellas que aluden “a los millones de jóvenes que esperan la oportunidad para cambiar sus vidas”. Es evidente que hoy el ingreso a la universidad es un sueño para miles de personas, y probablemente una de los logros más importantes para cualquier estudiante secundario. Pero también  es cierto que vivimos en una cultura exitista, que transforma esos sueños en oportunidades para hacer buenos negocios. De ese modo, se convence a esos miles de jóvenes que cumplirán su sueño ingresando  a cualquier universidad, no a las mejores. A través de muy buenas campañas publicitarias, se impuso la idea de que todas las universidades cumplen los mismos fines y que es irrelevante el lugar donde se estudie una carrera. Así lo ha demostrado Patricio Meller, quien categóricamente señaló en una entrevista: “Al momento de empezar a analizar las universidades de baja selectividad, esas que uno dice coloquialmente que ‘regalan el título’, nos damos cuenta que te conviene ingresar en ellas en vez de quedarte solo con la enseñanza media. Entrar a una universidad penca es lo más rentable” (Entrevista a Patricio Meller en “Las últimas noticias”, 14 de septiembre de 2010. En ella adelanta parte de su última investigación: Carreras universitarias: rentabilidad, selectividad y discriminación)

Así, aparentemente, la expansión del sistema universitario, gracias a la proliferación de universidades privadas, ha “democratizado” el acceso a la educación superior y ha sido la plataforma para que miles de personas puedan pensar en un mejor futuro. Mirado así el problema, es casi inevitable caer en equívocos, pues el que gracias a la existencia de más universidades se hayan incrementado los índices de matrícula, no implica que necesariamente el sistema se haya tornado más “democrático”. Así, vale preguntarse, ¿qué es, en definitiva, “democratizar” la educación? Esto puede entenderse desde dos perspectivas. La primera, como un proceso de “masificación”; es decir, aumentar la “cobertura” de la enseñanza, lo que significa analizar el problema desde un prisma meramente cuantitativo. Esto es lo que precisamente se presentó como objetivo tras la aprobación de la Ley de Instrucción Primara Obligatoria en 1920 y luego, con la extensión de la obligatoriedad a la Enseñanza Media, el año 2003. En ese sentido, democratizar la enseñanza era lograr que todos tuviesen acceso a ella. El “detalle” es que dicha masificación solo fue posible a través de una directa participación del Estado. El aumento de la cobertura fue de la mano con el crecimiento de la red de escuelas y liceos públicos y también, porque la obligatoriedad que imponía la ley, era hacia el propio Estado.

Paradójicamente, la institucionalidad creada durante la dictadura y la consecuente proliferación de instituciones de educación superior, pareció revertir la dinámica del proceso, pues han sido los privados los que han permitido la expansión de la cobertura. Sin embargo, lo cierto es que este proceso de masificación, tiene poco y nada que ver con el anteriormente señalado. En el caso de la enseñanza universitaria, era muy diferente el nivel desde el cual se iniciaban las comparaciones, toda vez que la naturaleza del sistema universitario era elitista. Es decir, existían muy pocas universidades, con muy pocos alumnos; por lo tanto, cualquier incremento en la cobertura, iniciado sobre la base de instituciones cuya creación no revestía casi ninguna dificultad, tendría la apariencia de ser un salto estadístico exponencial. Por otro lado, la educación universitaria no ha sido ni es un ámbito “obligatorio” de la enseñanza, lo que tampoco imprimía una obligación del Estado a fomentar su masificación. En otras palabras, dado el “prestigio social” que acarrea obtener un título universitario, siempre habrán personas (por no decir clientes) dispuestos a ingresar a la universidad, aunque académicamente no tenga los méritos. Del mismo modo, poco importará si la carrera esté sobredemandada y, a la larga, eso implique dificultades para encontrar trabajo o competir en el mundo laboral con egresados de casas de estudio con mayor prestigio (cosa irrelevante en los sectores ABC1, donde importan más las redes sociales).

Pero la utilización del discurso “autocomplaciente” sobre el proceso señalado, hace que los defensores del darwinismo universitario, olviden que para democratizar efectivamente un sistema de enseñanza, no basta con permitir el acceso a la educación. Más bien es el propio espacio universitario el que en sí mismo deber ser efectivamente democrático. Por eso vale plantearse: ¿Es democrático un sistema, que aunque permita el acceso a miles de estudiantes, lo haga a costa del endeudamiento con la banca privada? ¿Es más democrático un sistema en el cual los altos aranceles pueden constituirse como una insuperable barrera de entrada para miles de estudiantes? ¿Es democrático un sistema que por causa de lo anterior, termina creando universidades para “pobres” y para “ricos”, haciendo más odiosas las diferencias de clase?

En base a estas interrogantes, se puede plantear un segundo modo de comprender lo que es “democratizar la educación”. Una concepción democrática de la educación universitaria supone transformar radicalmente la naturaleza del espacio universitario con respecto a lo es hoy. Es indispensable que existan universidades ajenas a la lógica mercantilista, que supone que solo a través de la competencia es posible otorgar una educación de calidad. Es fundamental rescatar la dimensión pública de la universidad, como un espacio abierto y en el que puedan dialogar diferentes visiones sobre la sociedad. Al mismo tiempo, la universidad no puede desprenderse de su rol social como generadora de conocimiento y debe también constituir un aporte sustancial en la búsqueda del progreso y el desarrollo.

Lo anterior, no implica deslegitimar la existencia de un ámbito privado en el sistema universitario. Puede incluso ser aconsejable dar cabida a proyectos específicos que a partir de determinados modos de concebir la realidad, no renuncien a su intrínseco rol social y no reduzcan su funcionamiento a la exclusiva dotación de masa laboral. Lo inaceptable es que a partir de la conquista de un espacio legítimo de participación en el mundo educativo, algunos actores privados pretendan hacernos ver que la existencia de la universidad estatal sea algo indeseable para el sistema educativo, o que éstas deban renunciar a su identidad de públicas, para someterse a la competencia darwinista impuesta por el mercado.

(Fuente: www.redseca.cl)

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Comments

  1. Las declaraciones de Luis Cordero representan el verdadero programa de la derecha en materia de educación superior: no aumentar el apoyo a las universidades tradicionales, especialemente a las estatales. No obstante que son estas las que exiben mejores estandares internacionales de calidad académica, el 80% de la investigación, los mejores puntajes en ingreso en las carreras de pedagogía, etc. El tema es seguir protegiendo el negocio educativo-inmobiliario de los privados, aun a costa de no mejorar la calidad de la educación.

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