Ernesto Águila
Ha costado instalar un diagnostico común sobre lo que está pasando en la sociedad chilena. Para algunos -entre los que me encuentro- lo que se vive, desde hace varios años, es el agotamiento del pacto político y social de posdictadura, y del bloque histórico que lo sustentó. Este fue perdiendo, poco a poco, su capacidad de hegemonizar y con ello de producir consenso y legitimidad. La perdida de legitimidad es siempre una perdida de hegemonía. Intereses particulares que en un momento lograron ser presentados como universales empezaron a exhibir nuevamente su desnudez particular. El sentido común volvió a ser un campo abierto y en disputa.
Esta descomposición del pacto político y social no ocurrió en un solo acto. Los primeros síntomas de un malestar estructural se hicieron sentir a fines de los noventa; luego vinieron las grandes movilizaciones sociales de 2006 y 2011; la participación electoral fue bajando ostensiblemente; emergieron con fuerza intermitente conflictos regionales, sociales, generacionales; se extendió esa pegajosa corruptela que acompaña el fin de una época. ¿De cual época? De aquella marcada por la república binominal; del mercado como factótum de las relaciones sociales y humanas; de las soluciones privadas a los problemas públicos; de la colonización económica de la representación política.
¿Cómo se (re)construye un pacto político y social? Es difícil decirlo porque la casuística histórica es muy amplia. En la mayoría de los casos conocidos esa reconstrucción ha pasado por la agudización de la crisis, el desplome del sistema político y de los partidos existentes, y la irrupción de nuevos liderazgos y actores políticos. Así sucedió hace no mucho en Italia, Venezuela, Perú, hoy en Grecia, quizás mañana en España. O en nuestra propia experiencia histórica con la caída de la república oligárquica en 1920, en un proceso que no logró estabilizarse sino hasta 1938, y que incluyó la nueva Constitución de 1925. Lo que resulta muy difícil de encontrar son casos de regeneración democrática impulsados por los propios protagonistas políticos de la crisis, quizás por la sencilla razón de que por escaso y deteriorado que sea el poder que a alguien le queda, este no suele abandonarlo espontáneamente.
Hoy cuando la crisis de legitimidad se manifiesta en su radical profundidad, las miradas se vuelven una vez más hacia una nueva Constitución Política. Esta aparece como la única herramienta política con la suficiente densidad histórica como para rehacer un pacto societal roto. De seguro alguien volverá a decir en estas circunstancias: «no es para tanto». Sin embargo, se ha vuelto, cada vez más impostergable zanjar, de una vez, la disyuntiva entre creer que en algún momento se podrá atajar el agudo y sostenido deterioro político institucional en curso o abrirse definitivamente a un momento democrático constituyente de una nueva legitimidad y hegemonía. Es difícil imaginar un escenario más propicio y solemne para tomar esta decisión que el próximo 21 de mayo.
Sin necesidad de tanta perorata. Digo una sola cosa:
Si financiar una campaña electoral para ganar las elecciones de la presidencia de una pais cuesta mies de millones. Y por ende después hay que pagarla deudas adquiridas.
ESE COSTO NO ES COMPARABLE PARA NADA AL DE FINANCIAR UNA CAMPAÑA DE MILES DE AÑOS PARA SACAR DE LA OSCURIDAD DEL FONDO DE LA CAVERNA AL PUEBLO, EX ESCLAVOS, EX SIERVOS, ACTUALES OBREROS. DE LA OSCURIDAD DE LA CAVERNA, SOLO PARA MOSTRARLES LA LUZ QUE INUNDA LA ENTRADA.