RODRIGO FECCI
Presidente de la JS Santiago e investigador del Instituto Igualdad.
De lo arrojado por la última encuesta Adimark aplicada en el mes de mayo, uno de los resultados más sorprendentes fue el gran apoyo popular a la propuesta contenida en el programa de gobierno de establecer una Nueva Constitución. Esto, en cuanto la adhesión a la medida supera largamente la barrera del 50% –encumbrándose sobre el 70%– y además por ser este tema uno de los que constantemente es acusado de no ser de interés de la ciudadanía en general.
Debe matizarse este apoyo con otro dato: apenas sobre el 30% de los encuestados considera que el gobierno será capaz de llevar adelante esta reforma. Esta percepción es fiel reflejo de una realidad de la que quienes queremos lograr una Nueva Constitución para Chile tenemos que hacernos cargo, como son las distintas trabas que la institucionalidad actual supone para este objetivo.
Las razones por las que esta reforma es compleja son claras: introducir un mecanismo que permita un cambio completo de la Constitución –como una asamblea constituyente, mecanismo que mejor cumple con los requisitos de ser democrático, participativo e institucional, definidos por el programa de gobierno– supone una mayoría calificada de 2/3 en ambas Cámaras, mayoría que excede los escaños de la coalición de gobierno y sectores afines.
Resulta claro, por lo tanto, que en cualquier caso esta será una reforma que necesitará de los votos de la derecha.
Frente a ese escenario, y viendo que la actitud de la oposición en los primeros meses de gobierno apunta a un obstruccionismo total, se abren dos opciones para darle cauce institucional al asunto: consensuar con la derecha una salida, que a todas luces resultará ser un mal acuerdo y que probablemente no cumpla con las expectativas que desde la izquierda tenemos de una nueva Constitución; o generar presión de tal modo que se dé un aislamiento de la derecha que la obligue a aprobar un mecanismo de cambio constitucional efectivamente participativo y democrático.
Explicando brevemente qué supone cada una de estas alternativas, debemos decir que la opción del consenso parte de una premisa que se ha demostrado errada en los últimos años en nuestra política nacional, la que consiste en afirmar que es posible generar transformaciones importantes sólo con un impulso institucional, es decir, que los grandes cambios provendrán desde las instituciones y la correlaciones de fuerzas allí reflejadas. Esto es lo que identifico como absolutismo institucional, y que demostró su fracaso transformador en los gobiernos de la Concertación, en que, si bien se logró democratizar las instituciones, a su vez permitió la profundización y consolidación de una sociedad desigual, por lo que el resultado de este proceso no sería auspicioso.
La otra alternativa, supone entender que, si bien los cambios se hacen posible y toman cauce en la institucionalidad –y, por lo tanto, es importante disputarla y estar presente en ella–, el verdadero impulso transformador viene desde la sociedad participativa y movilizada, como fielmente lo reflejan los dos eventos de cambio más importantes del Chile post-Unidad Popular: el término de la dictadura, impulsado por las jornadas de protesta de los años 80 y una gran participación social; y el actual “nuevo ciclo”, que justamente se está jugando su real capacidad transformadora, proveniente de las grandes movilizaciones sociales del 2011, pero sin las cuales no sería posible tratar seriamente este y otros temas.
Resulta necesario, para fundamentar la efectividad de esta alternativa, agregar y recordar un hecho histórico de nuestro país, como lo fue la nacionalización del cobre en el gobierno de Salvador Allende. Como es sabido, esta reforma fue aprobada por unanimidad en el Congreso de aquel tiempo, institución en la cual el gobierno no tenía siquiera la mayoría de los votos. ¿A qué se debió este apoyo? A una disputa cultural ganada por las fuerzas de izquierda, que permitió aislar social y culturalmente el pensamiento de la derecha, de modo que no tuvieron otra opción que concurrir con sus votos a la aprobación de dicha reforma.
De lo dicho anteriormente, podemos deducir que el desafío de construir una nueva Constitución mediante un mecanismo efectivamente participativo, democrático e institucional, supone una tarea y un esfuerzo que supera al que se va a llevar a cabo en los pasillos del Congreso y La Moneda, y que es necesario comenzar a perspectivar desde ya.
Esto implica, en primer lugar, el aglutinamiento de todas las fuerzas políticas afines a dicho objetivo, de modo que respondan a este llamado con la madurez y altura de miras que este desafío requiere. Y, además, un importante despliegue social de conversación con la ciudadanía acerca de la importancia de esta reforma –en un primer lugar– y, segundo, como factor clave e indispensable, una participación activa de todos los actores en una gran movilización social que genere el cambio cultural y la presión suficiente para aislar a la derecha y a los sectores conservadores y se vean obligados a ceder frente a este objetivo. En ambas tareas, el rol que pueda jugar el PS es fundamental.
Si se es capaz de generar un proceso con estas características, no cabrán dudas sobre el término de la política de la transición y el despegue definitivo de una nueva política para Chile que se fundará en conjunto con el nacimiento de la primera Constitución democrática en nuestra historia.