Los artículos que componen este libro de la «Red Chilena contra la Violencia Doméstica y sexual» algunos de manera más directa que otros, abordan el tema de los silencios. Silencios producidos por no encontrar las palabras precisas pero también por miedo a encontrarlas. Nombrar violencias hasta ahora sin nombres dejaría al descubierto aspectos de la cultura que repugnan a las buenas conciencias. Esas que dirían: tenemos una ley que tipifica el asesinato de una mujer como femicidio, tenemos una ley de violencia intrafamiliar… ¿Qué más quieren?
Sucede que la magnitud de nuestro deseo no cabe en el horizonte de las estructuras jurídicas/legislativas. Queremos ir más allá y nombrar distintas expresiones de la violencia simbólica que crea condiciones favorables para el ejercicio de la violencia que tiene como objeto los cuerpos de manera directa (por que la violencia simbólica también alcanza a los cuerpos, solo que de una manera más indirecta).
Se trata de silencios instalados en el sentido común. En el imaginario simbólico vuelto sentido común. Porque es ahí donde se alojan las imágenes culturalmente construidas del género, de los cuerpos sexuados y de toda actividad o relación que los involucra. Decimos entonces que el sentido común (en nuestra cultura/comunidad/país) es violento con las mujeres (no sólo con las mujeres, pero de esa violencia es la que estamos hablando aquí).
No es fácil proponerse intervenir en el sentido común para transformarlo a nuestro favor. Poderosas máquinas de reproducción cultural lo construyen y sostienen: medios de comunicación, sistema educativo, la publicidad; la cultura de masas y la “alta” cultura. Por doquier imágenes que estereotipan a las mujeres en roles de sumisión, de secundariedad, de pasividad o, en su defecto, ausencia, invisibilidad, exclusión.
“Pero si ya hemos tenido una presidenta mujer”… ¿Qué más quieren? No queremos “más”, respondemos, queremos otra cosa. “Uds. que son complicadas”. Sí, lo somos (aunque preferimos usar la palabra “complejas”).
Hemos aprendido que no basta ocupar altos cargos públicos para tener el poder que se necesita para cambiar las relaciones de poder en el país y en la casa, como decíamos ayer. En realidad nada basta por sí solo y de manera absoluta porque el poder se desplaza, se recrea, se disfraza. Se asemeja más a una red que a una pirámide. Enfrentamos y resistimos, entonces, múltiples “nudos del poder”. De eso tratan los artículos de este libro: de variadas formas en las que las mujeres resistimos la violencia naturalizada en el sentido común.
Es así, entonces, que Antonella Caiozzi analiza “la ideología de la belleza femenina” como una forma de violencia contra las mujeres. La cultura que habitamos—y que nos habita—ha construido un mito en torno a la belleza femenina. Instaladas en este “mito” nuestros cuerpos nunca son adecuados. Hay siempre algo que falta o está demás o debería ser de otra manera. Poderosas industrias prometen la adecuación: la industria de la moda, la industria cosmética, la de los productos dietéticos, la de la cirugía estética. Con todo, son diversas las maneras en que las mujeres podemos sortear la dominación simbólica que ejerce el mito de la belleza, propone esta autora. La primera de ellas: definiendo el desarrollo de nuestra autoestima (corporal en este caso) como un asunto de interés político. No es un asunto “personal” (o lo es en la medida que recuperemos la vieja consigna feminista “lo personal es político”).
A partir de tres relatos de mujeres que narran sus experiencias de embarazo y parto, Paula Aliaga Armijo pone en evidencia “la poca libertad que tenemos las mujeres para decidir el modo en que queremos que se desarrollen dichas experiencias y la excesiva medicalización que han sufrido los procesos biológicos de las mujeres”. La autora plantea la necesidad de, junto con “cuestionar el papel de la biomedicina en la patologización de los procesos vitales de las mujeres”, visibilizar las iniciativas de mujeres que “buscan modos alternativos de vivir su embarazo y parto, revitalizando círculos de mujeres cuidadoras o de mujeres que acompañan a otras en sus embarazos y partos”.
Lupe Santa Cruz se pregunta por los elementos culturales que escudan los silencios, específicamente, de las mujeres chilenas. “Habría que preguntarse no solo por qué callan las mujeres y por las formas que toma el miedo que deben enfrentar—señala la autora—sino también qué es lo que, confusa o ciertamente, desean proteger y aquello que las lleva a hacerlo”. La primacía de la institución familiar—cuyo sistema de relaciones permea también otras instituciones (laborales, partidarias, etc.)—en nuestro imaginario simbólico muchas veces pone a las mujeres en un dilema de fidelidad/traición a la hora de tener que “orear” la ropa sucia que, ya sabemos, debe “lavarse en casa”, argumenta Lupe Santa Cruz. Romper lazos familiares, “implica también un acto de individuación de las mujeres (…), lo que puede imaginariamente presentarse como algo más amenazador aún que la violencia vivida”, agrega.
La violencia social y cultural hacia mujeres lesbianas y bisexuales es el “nudo” que busca desatar el artículo de Erika Montecinos. Analiza, entonces, el impacto que tiene en las vidas personales la falta de imágenes en la cultura en las que lesbianas y bisexuales puedan verse reflejadas y los riesgos y costos que tiene para ellas hacerse visibles en el espacio público. “Las lesbianas no tienen un espejo dónde mirarse porque en el discurso público, simplemente, están siendo constantemente borradas y ellas mismas, por un patrón cultural que les indica exactamente eso, eliminan su existencia para no correr peligro”, constata la autora.
¿Víctimas o sobrevivientes? se pregunta Patsili Toledo. Ambos términos resultan problemáticos, plantea la autora, cuando las mujeres que han vivido violencia quieren nombrarse a sí mismas. Las experiencias de violencias son diversas y las maneras de actuar de las mujeres frente a éstas también lo son. Por un parte, nombrarse o ser nombrada “víctima” hace difícil el empoderamiento de las mujeres que viven violencia y les quita todo protagonismo en el proceso de detener esa violencia. Por otra parte, si bien hablar de sobrevivientes es una expresión más afirmativa, pues reconoce la agencia de las propias mujeres, de alguna manera instala una dicotomía entre víctima y sobreviviente, como fases o estadios, lo que no necesariamente responde a la realidad o a procesos personales de las mujeres que viven situaciones de violencia, señala Patsili Toledo.
La violencia contra las mujeres se complejiza aún más cuando éstas son parte de un grupo étnico particular, plantean Lucy Ketterer Romero y Verónica Zegers Balladares. Es el caso de las mujeres indígenas de La Araucanía, agregan, en cuyas identidades se conjugan dobles o triples discriminaciones, referidas a su etnia o raza, clase y género. En lo que a relaciones de género se refiere, proponen las autoras, se ha construido “una imagen más bien romántica y estática de la cultura, remitida a la representación de roles tradicionales y expresada en los discursos referidos a la “complementariedad””. Esta idealización de la cultura mapuche, que “no da cuenta de la existencia de una diversidad de prácticas y formas de relación entre hombres y mujeres mapuche”, hace difícil nombrar—y por lo tanto ver—que no siempre es posible atribuir la violencia experimentada por las mujeres en el interior de sus propias comunidades a factores externos a la propia cultura.
Sandra Palestro busca llamar la atención sobre un “silencio con historia”: el que rodea todo lo relacionado con la experiencia de la violencia sexual en la tortura contra mujeres. La violencia sexual en la tortura se ejerció durante toda la dictadura militar y en todos los lugares de detención, nos recuerda. Una vez afuera, quienes la experimentaron constataron que los silencios no sólo se producen por la dificultad de decir las cosas por su nombre sino también por la dificultad de escuchar el relato que podría emerger de ese decir. Por otra parte, parafraseando una frase de Celia Amorós citada por la autora, se encontraron con que la experiencia de violencia sexual estaba ausente de los registros sobre las detenciones y torturas acaecidas en Chile, de una manera tal “que ni siquiera puede ser detectada como ausencia porque ni su lugar vacío se encuentra en ninguna parte”.
La utilización de la violencia sexual contra las mujeres por parte de las fuerzas especiales de un organismo policial estatal no es un hecho del pasado vinculado a la dictadura (1973-1989). Es lo que denuncia Francia Jamett Pizarro. Así como el año 2011 en Chile, activó memorias de resistencia también lo hizo de represiones. Una muestra de esto fue la violencia de género que se expresó en diversas formas de abuso sexual contra las estudiantes que eran detenidas en las movilizaciones estudiantiles. No fueron ajenas al ejercicio de esta violencia las mujeres carabineras de Fuerzas Especiales, en su mayoría también jóvenes, como las estudiantes que reprimían. Es una de las caras de la implementación de políticas de “igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres” que se expresa en “oportunidad de mimetizarse con un hombre-varón a través del uso, con pertenencia e investidura masculina, de la violencia”, platea la autora de este artículo.
La extrañeza que produce la figura de una mujer ejerciendo la violencia es, precisamente, el punto de partida del artículo de Raquel Olea en el que indaga en las representaciones literarias del lenguaje de la violencia cuando ésta es ejercida por mujeres. ¿Qué sucede en el relato cuando desde la escritura de las mujeres se representa a la mujer ya no como objeto sino como sujeto de violencia? ¿Qué producción de sujeto se realiza en ese gesto? Son estas las preguntas que Raque Olea se plantea al leer las narraciones de dos escritoras chilenas–M.C. Geel y Marta Brunet. Narraciones que se construyen en la dificultad de romper “el espanto del silencio” que escamotea las palabras para nombrar la violencia no ya del otro, sino la propia.
De silencios y resistencias trata, entonces, este libro. De resistencia al silencio. De sacar la voz. Tomarse la palabra
Santiago, marzo 2012.