Por Joaquín Fernández, Redseca.cl.
Los sucesos de Aysén han generado un efecto político que va más allá de los objetivos originales planteados por sus protagonistas. El carácter centralista del Estado y el modo vertical de implementar las políticas públicas en Chile han sido severamente cuestionados, emergiendo voces, tanto en los ámbitos político como intelectual, que llaman a descentrar la mirada desde la capital, ensalzando un discurso de democratización local. Sin embargo, dicha visión aún no cuenta con un respaldo orgánico que la haga viable y sostenible en el tiempo.
Si observamos nuestra historia contemporánea podremos percatarnos de la inexistencia de movimientos regionalistas relevantes, capaces de establecer de manera permanente una agenda de reforma al diseño de estado centralista que ha caracterizado a la organización política chilena. Esta situación se ha hecho especialmente notoria al interior de nuestro sistema de partidos. A lo largo del siglo XX e inicios del XXI, los partidos regionalistas han sido muy pequeños, de existencia efímera y, en general, no han intentado impulsar cambios sustantivos al carácter centralista del Estado. En muchos casos, su existencia fue una forma más bien elegante de justificar la independencia parlamentaria de caudillos locales, basados en el caciquismo y las relaciones de clientelismo, los que en el marco de un sistema pluripartidista podían adquirir un enorme poder de negociación. Fue la situación del Partido Liberal Progresista dirigido por la familia Smitsman, grandes terratenientes de la zona de la Frontera, en la década de 1940. Una situación similar ha acaecido de manera reciente, en la última elección municipal, con los alcaldes “descolgados” de los partidos de la Concertación en la Región de Atacama. En otros casos, las agrupaciones regionalistas se han transformado en receptáculos de los sectores derrotados en pugnas de poder al interior de los partidos, convirtiéndose en una suerte de Legión Extranjera desideologizada, como sucede en la actualidad con el PRI.
¿Donde radican las causas de la debilidad del regionalismo en Chile? Para responder a esta pregunta es necesario adoptar un enfoque histórico.
Desde el fracaso del intento federalista en la década de 1820, y más aún, tras la supresión de las asambleas provinciales con la Constitución de 1833, la política local se redujo ál ámbito municipal, al mismo tiempo que la administración de las unidades territoriales intermedias quedó al arbitrio de agentes nombrados centralmente por el Ejecutivo, replicando el diseño de estado centralista de origen francés adoptado por los Borbones españoles en el período tardocolonial.
Pese a estos hechos, el esquema centralista fue atacado a lo largo del siglo XIX desde flancos diversos. En primer lugar, cabe destacar la pervivencia de ciertos elementos de la tradición corporativa del período colonial que se mantuvieron vigentes durante gran parte del primer siglo de vida republicana. En efecto, las municipalidades se mantuvieron como una importante institución, vista como una suerte de espacio natural para el ejercicio de la administración territorial y la deliberación política por parte de las elites locales, a tal punto que durante la primera mitad del siglo XIX hubo momentos en que las ciudades se arrogaron el poder constituyente, reviviendo una lógica de soberanía de “los pueblos” propia del período independentista. Fue el caso de prácticamente todas las provincias en la guerra civil de 1829-30, de La Serena y Concepción en 1851 y de Copiapó en 1859. En segundo lugar, las corrientes liberales, mientras se mantuvieron fuera del poder, se mostraron críticas del modelo centralizador del peluconismo. En su opinión, el centralismo era una manifestación más de la concentración del poder en manos del Ejecutivo, por lo que sus aspiraciones de avanzar hacia un Gobierno de corte parlamentarista estuvieron de la mano de los afanes de descentralización. En tercer lugar, y finalmente, hay que tomar en cuenta las propias limitaciones económicas e institucionales del aparato estatal. El estado “portaliano” estuvo lejos de constituir una burocracia monocrática al estilo weberiano y menos el ejemplo de “impersonalidad” que la historiografía conservadora ha mostrado. Por el contario, su escaso poder infraestructural lo llevó a establecer redes de alianzas informales con las elites que constituían la sociedad civil y a cooptar instituciones corporativas locales para poder generar gobernabilidad (Mann 1993 y Bendix 1996). Las guerras civiles de mediados del siglo XIX, generadas por rebeliones con evidentes rasgos liberales y regionalistas, dejaron a la vista la sumatoria de estas tensiones y la fragilidad de dicho sistema de alianzas, poniendo en entredicho el carácter centralista de la organización política chilena.
Una vez en el poder, durante la segunda mitad del siglo XIX, los sectores liberales de la elite no sólo adoptaron prácticas gubernativas de carácter autoritario, sino que también dieron continuidad al diseño de Estado centralista, el que se vio reforzado por el creciente proceso de crecimiento y burocratización experimentado por el aparato estatal, especialmente después del aumento de las entradas fiscales con la Guerra del Pacífico. No es de extrañar que el momento en que las pugnas entre presidencialismo y parlamentarismo llegaron a su cúspide, durante el mandato de José Manuel Balmaceda, haya sido también la coyuntura en que se debatió la Ley de Comuna Autónoma, una de las principales reformas que descentralizaba parte importante de la administración del Estado, el control de los procesos electorales e incluso el monopolio local de la violencia y el orden público. La discusión de dicha ley y su posterior entrada en vigencia, tras el triunfo parlamentarista, dejaron en evidencia la compleja relación entre modernización, democratización y descentralización. La Comuna Autónoma fue aprovechada por las nacientes organizaciones representativas de los sectores populares y mesocráticos como una norma que impulsaba espacios de democracia local, una suerte de intersticio a través del cual arrancar pequeñas concesiones al orden oligárquico. Sin embargo, sirvió al mismo tiempo para alentar la tendencia al caciquismo, protegiendo las redes de clientelismo de los notables locales y extendiéndolas a nuevos ámbitos.
Esta parcial descentralización, terminó de ser abortada junto al parlamentarismo con la crisis del orden oligárquico. Las intervenciones militares reformistas y autoritarias de mediados de la década de 1920, expresadas en la Constitución de 1925 y las reformas administrativas de la dictadura de Ibáñez, volvieron a fortalecer la presidencia, y vieron en los afanes descentralizadores del período precedente un signo más de la pervivencia de un orden oligárquico retardatario amparado en el caciquismo. La implementación del modelo de desarrollo hacia adentro y la aparición de la concepción planificadora del Estado, reforzaron en la práctica esta situación. Las agencias estatales que asumieron estas nuevas funciones, especialmente la CORFO en 1939 y desde 1965 ODEPLAN, subdividieron al país en zonas de acuerdo a criterios económicos, las que se especializarían en tipos específicos de producción funcionales a los planes de desarrollo. Esta situación generó las bases para futuras reestructuraciones de la subdivisión administrativa. Sin embargo, reforzó aún más el control y la capacidad de decisión del centro en desmedro de las provincias (Montecinos 2005).
No es de extrañar que, con posterioridad, el intento de reforma llevado adelante por la dictadura de Pinochet recogiera estos elementos para generar una nueva subdivisión administrativa. Este cambio, conocido como el proceso de “regionalización”, vino acompañado de un importante desprendimiento de funciones por parte del Estado en algunas instancias locales. Sin embargo, esta supuesta descentralización fue meramente administrativa, funcional a la aspiración neoliberal de Estado mínimo y se enmarcó en una lógica autoritaria hiperpresidencialista.
De este modo, y con escasas modificaciones en los últimos veinte años, nos encontramos en una compleja situación generada por la inexistencia de instancias políticas intermedias que faciliten la participación en un nivel territorial más amplio que el municipal, impidiendo la articulación de demandas regionales dispersas y la generación de identidades de carácter político en dichos espacios. En este marco, el desarrollo de intentos de descentralización ha tenido un carácter meramente administrativo y delegativo, redundando en una desconcentración de funciones despolitizada, afín al modelo de Estado subsidiario. Por su parte, las agencias gubernamentales que han actuado con un criterio más “progresista” han intentado hacer parte a la comunidad, pero incluyéndola de una manera meramente informal.
Una alternativa a esta situación la han representado el surgimiento de asambleas e instituciones locales en el marco de movilizaciones regionalistas. Sin embargo, su existencia es coyuntural. El problema radica en cómo pasar desde formas organizativas fugaces, propias de los contextos de movilización social, a instituciones de carácter permanente. Algunos intelectuales han mostrado a las asambleas locales ciudadanas nacidas al calor de las movilizaciones sociales y regionalistas, especialmente al estilo de las formadas en el Puntarenazo, como manifestaciones de soberanía local, capaces de generar un proceso de descentralización asociado a la emergencia de formas de democracia directa. Quizás Gabriel Salazar es la cara más visible de dicha interpretación de los actuales conflictos regionalistas:
“Tenemos una institucionalidad política que no está en la constitución y que la misma ciudadanía ha ido construyendo. Tenemos una institucionalidad que expresa poder ciudadano, poder popular. Asambleas de base, que constituyen un contrapoder. Estamos viviendo con un poder dual emergente” (Salazar en CNN-Chile, 2012).
Sin embargo tanto la capacidad de acción como la representatividad de esta institucionalidad “paralela” es limitada. El desafío de los movimientos ciudadanos regionalistas consiste en pasar de la asociación espontánea en asambleas ciudadanas, a la constitución de una agenda de descentralización política que permita repensar el diseño de Estado centralista, generando instituciones democráticas representativas en el nivel regional.
De lo contrario, se corre el riesgo de reforzar las redes informales de poder, en que terminarán prevaleciendo los viejos caciquismos, o la actual efervescencia regionalista derivará en una simple petición de subsidios, que aunque resulte victoriosa, no solucionará los problemas de fondo de nuestra institucionalidad.
En Chile existe ,tanto en politicos de derecha e izquierda, el mito que la unidad de Chile se obtiene sobre la base del centralismo, y que toda forma de regionalismo y/o federalismo es sinonimo de caos…mientras no se supere esa mentalidad dificilmente habrá un proceso de regionalización real en Chile.
No hay regionalismo sin regiones que no tengan una identidad igual o superior a la nación. No hay regionalismo sin regiones que peleen por su autonomÃa.