Hay que ir a www.yuyachkani.org para enterarse que el significado de la palabra quechua que nombra a este grupo (“no somos una compañía que monta espectáculos; somos un grupo”, anuncian en sus presentaciones) es “estoy pensando, estoy recordando”. Una palabra para dos actividades constitutivas de la experiencia a la que como espectadores nos someten los Yuyas (como se los conoce cuando se los conoce un poco más y entonces se sabe que son peruanos y que tienen una trayectoria de casi 40 años de “actividad escénica en diálogo con la memoria y los problemas de su entorno”).
Teatro a Mil, el festival de teatro que cada enero abre la ciudad de Santiago (a la que ahora se han agregado otras ciudades del país) al teatro local, regional e internacional, permitió a los espectadores capitalinos tener la experiencia “yuyachkani”, a través de la obra “Santiago” (9-10-11 de enero en la Sala Agustín Siré).
Nadie dijo que sería fácil. Para empezar, algo externo a la obra misma: la sala Agustín Siré es bastante claustrofóbica. Si a esto agregamos que toda la obra transcurre en el interior de una iglesia antigua, iluminada solo por velas, sin ventanas ni contacto alguno con el exterior, la sensación de encierro se torna aún mayor. Adecuada atmosfera, en todo caso, para desenvolver frente a nuestros ojos algunas de las tensiones y contradicciones del imaginario andino—que sin necesidad de forzar demasiado la mirada, proyecta sus contenidos en un imaginario indo-latinoamericano.
“Santiago” alude al apóstol del mismo nombre, el cual llega a los Andes en la versión española del apóstol guerrero que guía a los españoles en sus luchas contra los moros. La figura que lo representa lo muestra en su caballo aplastando a un hombre moreno (un moro que, en el nuevo contexto, se identifica con el indio). Pero el apóstol se ha transformado también en una figura de culto de los indígenas andinos. La figura del santo aplastando al moro/indio es sacada en procesión en una ceremonia plagada de complejos sincretismos.
Con tres personajes entre altares, velas, imágenes de santos y otros símbolos religiosos, se desarrolla la “actividad escénica”. En español pero, sin mediar aviso, intérpretes o subtítulos, también en lengua indígena (que imaginamos quechua desde nuestra total incomprensión e ignorancia). La lengua originaria, que se ha vuelto ininteligible para nosotros, espectadores mestizos, en su mayoría, desvinculados de nuestra memoria prehispánica, se alza poderosa como un elemento distanciador, que marca una frontera, un límite que no podemos traspasar desde nuestros (¿colonizados?) imaginarios “modernos”. Oímos sus sonidos y articulaciones y aventuramos interpretaciones parciales basándonos en el tono, la intensidad con que se profieren las palabras, el lenguaje corporal que las acompaña. Enfrentamos un cierto malestar en la medida en que quedamos expuestos como “otros”, aun cuando sabemos que una parte de nosotros esta también participando de la “actividad escénica” que se despliega ante nuestros ojos. Sentimos la incomodidad de no ser del todo “uno” ni “otro”. La música, el fervor religioso, las imágenes religiosas de yeso forman parte de nuestra memoria individual y colectiva, una zona de nuestra memoria de la cual nos hemos alejado (aunque mucho menos de lo que creemos y de ahí parte del impacto, la resonancia, que esta obra produce en nosotros/as).
Yuyachkani.