La violencia de género constituye una forma de discriminación contra las mujeres en tanto se trata de una “distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que (tiene) por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio (…), de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra esfera” (CEDAW, 1979). Entre sus múltiples manifestaciones se cuenta el acoso u hostigamiento sexual que ocurre en el trabajo, las instituciones educativas, de salud, en el transporte; la gran mayoría de las mujeres lo ha experimentado.
Sus causas se encuentran arraigadas en el contexto general de desigualdad entre hombres y mujeres y opera como mecanismo de control y subordinación. Afecta la dignidad y la integridad personal; genera espacios hostiles o amenazantes que tienden a excluir a las mujeres del espacio público y a reforzar su adscripción al espacio doméstico (Toledo, 2004), ya que paradojalmente, son las víctimas quienes con frecuencia abandonan aquellos espacios donde se sienten desprotegidas; por ej. 28% de las trabajadoras que denunciaron acoso sexual debió dejar su trabajo (SERNAM, 2009).
La socialización de las mujeres está plagada de mensajes tales como “cuídate”, “no salgas sola de noche”, “evita vestirte así”, que van marcando percepciones y comportamientos de inseguridad y temor. En consecuencia el acoso limita el ejercicio de derechos fundamentales a la educación, al trabajo, al libre desplazamiento, a la participación social y política, en definitiva a la autonomía.
Sin embargo, y a pesar de la gravedad y frecuencia de esta práctica, raramente se denuncia, por lo que tampoco se sanciona a los agresores, ni se repara a las víctimas: el silencio junto a la impunidad conforman las condiciones perfectas para que siga ocurriendo y se normalice.
Así lo confirman encuestas realizadas por SERNAM y la Dirección del Trabajo que señalan que más del 60% de las personas, en su mayoría mujeres, opina que el acoso sexual en el trabajo ocurre con frecuencia, 12% afirma haberlo vivido. El bajo número de denuncias se debe a la falta de difusión del problema, la dificultad para comprobar la denuncia, y los efectos sociales y laborales que conlleva darlo a conocer. Los principales escollos que plantean las mujeres son el temor a que no les crean y el procedimiento investigativo que no les garantiza la protección de sus derechos. Respecto a esta situación la Mesa de Igualdad de Oportunidades de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales ya en el año 2009 hizo presente, a partir de la experiencia de diversas reparticiones públicas, que el actual procedimiento de sumarios establecido en el Estatuto Administrativo, en los hechos se vuelve un trámite burocrático, poco oportuno y no un mecanismo investigativo y sancionatorio efectivo.
En el ámbito educativo el acoso corresponde a una conducta de contenido sexual no deseada por la persona a quien está dirigida, afectando su derecho a la educación. Puede expresarse por medio de diversas conductas: promesa de un trato preferente a cambio de favores sexuales, amenazas para forzar una conducta no deseada, insinuaciones, proposiciones sexuales, gestos obscenos, humillantes u ofensivos, acercamientos corporales, roces, persecución o vigilancia, difusión de rumores sobre la vida sexual, entre otros.
Diversas investigaciones en universidades señalan que se trata de una práctica recurrente, por ej. en instituciones norteamericanas y europeas el 27% de las universitarias declaran haber sufrido algún tipo de abuso o situación no deseada-desde besos y caricias hasta relaciones sexuales- en tanto que 58% afirman que han vivido o conocido alguna situación de violencia de género en la Universidad.
Los estudios también destacan, que en la cultura universitaria hay conductas abusivas tan naturalizadas, que incluso quienes las viven o las presencian no las reconocen como agresiones sexuales, por lo que no las denuncian. Otros factores que limitan las denuncias son i) la culpabilización de las afectadas que las lleva a aceptar su propia responsabilidad en provocar la situación; ii) el sentimiento de que la institución no las tomará en serio o no las apoyará; iii) la ausencia de instrumentos para denunciar e investigar, o el desconocimiento de ellos; iv) el temor a las consecuencias.
En las universidades chilenas el acoso sexual se produce tanto en las relaciones laborales como educativas (entre compañeros de trabajo o de estudio, entre superiores jerárquicos y subordinadas, y entre académicos y estudiantes). Las afectadas son mayoritariamente las mujeres estudiantes acosadas tanto por parte de algunos profesores como de sus compañeros en actividades académicas, viajes de estudios y en fiestas organizadas por los mismos estudiantes. Así lo relatan las afectadas:
“Me dijo que me había ido mal en el examen y que no aprobaría su ramo, pero que él podía ayudarme …desde ahí empezó a acosarme. Era mi profesor, hasta ese momento yo le tenía respeto”;
“me siguió hasta el paradero haciendo comentarios sexuales, trató de tocarme, cuando lo rechacé amenazó que me iba a “funar” por las redes sociales, sentí miedo, él era mi compañero”;
“no acepté salir con él (…), dijo que no se olvidaría de esto, era mi jefe, yo no quería perder mi trabajo pero no me quedó otra que renunciar”
Muchas universidades, principalmente motivadas por la amplia movilización feminista de 2018, han iniciado la construcción de protocolos e iniciativas para erradicar el acoso y la violencia. La Universidad de Chile desde su rol público ha sido pionera en visibilizar el problema, abriendo públicamente el debate y elaborando una Política universitaria de Prevención y un Protocolo de Actuación con participación de estudiantes y trabajadoras. La política promueve también la inclusión de la igualdad de género y los derechos humanos, como contenidos transversales en el curriculum universitario, para que miles de jóvenes estudiantes problematicen y desarrollen reflexión crítica sobre las desigualdades entre hombres y mujeres.
El esfuerzo de las universidades resulta insuficiente si no existe un marco regulatorio y políticas públicas nacionales, que consideren la especificidad del contexto educativo. A pesar de ello, la actual ley que tipifica y sanciona la violencia contra las mujeres está acotada al espacio intrafamiliar y/o de relaciones de pareja, y la que regula el acoso sexual se restringe al ámbito laboral, entendiéndose como “(…) requerimientos de carácter sexual, no consentidos por quien los recibe y que amenacen o perjudiquen su situación laboral o sus oportunidades en el empleo” (ley No. 20.005 de 2005).
A instancias de la Universidad de Chile se incorporó una indicación en la recientemente aprobada Ley de Universidades Estatales, que reconoce el acoso sexual que ocurre entre los distintos integrantes de una institución de educación superior y que mejora los procedimientos de investigación. Son avances importantes pero parciales y limitados.
Es indudable entonces la necesidad de una nueva ley que, basándose en la Convención internacional “Belem Do Pará” suscrita por Chile, aborde todo tipo de violencia de género (simbólica, institucional, física, sexual, económica, psicológica), en los distintos espacios en que ella ocurre. Una nueva ley que reconozca las desigualdades estructurales que afectan a las mujeres, así como las discriminaciones múltiples: de clase, de orientación o identidad sexual, entre otras, que profundizan la violencia.
Una iniciativa, por cierto perfectible, que apuntaba en esta dirección es el proyecto de ley integral “Por el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia”, que fue presentado por el gobierno de la Presidenta Bachelet a fines del año 2016. Sin embargo, no ha contado con urgencia del ejecutivo para su discusión por lo que aún no es aprobado por el Parlamento. Una ley “con sello Bachelet” difícilmente va a ser promovida por el gobierno sin que medie presión social para lograrlo.
El movimiento de mujeres y feminista ha sido un actor fundamental en visibilizar y situar la violencia en la agenda pública logrando la promulgación de nuevas leyes, la instalación de Centros de la Mujer, Casas de acogida y programas de prevención; pero aún estamos lejos de enfrentar como país la magnitud y profundidad del problema. La llamada “Agenda Mujer” que presentó el actual gobierno en respuesta a la movilización feminista, fue meramente coyuntural y dista mucho de hacerse cargo de las causas y los efectos de las desigualdades y discriminaciones de género que fundan la violencia contra las mujeres, lo que es imposible de ver y reconocer desde la ideología conservadora de la derecha.
Es precisamente el carácter estructural de la violencia lo que ha llevado al Movimiento de Mujeres a demandar históricamente al Estado y a la sociedad en su conjunto, nuevas y más eficaces respuestas que signifiquen: i) erradicar el sexismo en la educación promoviendo nuevas formas de convivencia entre hombres y mujeres; ii) desarrollar programas educativos y de formación docente con enfoque de igualdad y de derechos humanos desde el nivel preescolar hasta la educación superior iii) desarrollar un sistema de justicia especializada que garantice investigaciones oportunas, protección y reparación a las víctimas, iv) erradicar el sexismo en la publicidad y los medios de comunicación v) incorporar en la nueva Constitución Política, que reclama el país, el derecho a una vida libre de todo tipo de violencia de género.
Se trata de reivindicaciones justas y urgentes que debieran formar parte de las agendas de los partidos progresistas y de izquierda, son contenidos programáticos que nos unen y que dan sentido a la acción colectiva, por lo que el Partido Socialista debiera apoyarlas con fuerza y decisión.