Hace unos días el Gobierno presentó un Proyecto de Ley que reemplaza el Crédito con Aval del Estado (CAE) por un Sistema de Financiamiento Solidario (SIFS) para la educación superior. En ese contexto, parece oportuno hacer un análisis sobre lo que nos ofrece esta política pública bajo la óptica de nuestra propia historia. Para ello, podemos hacer el ejercicio de mirar 30 años atrás y revisar la línea argumental que acompañó la discusión sobre financiamiento de la educación escolar en ese entonces.
La discusión sobre subvenciones escolares en los años 80 se desarrolló en torno a los siguientes argumentos: si la calidad de las escuelas subvencionadas sube en exceso, los alumnos de escuelas pagadas tenderán a migrar hacia las subvencionadas; por otro lado, si en ese escenario el Estado aumenta las subvenciones, toda la población terminaría estudiando gratis, lo que sería muy costoso para el país y eventualmente insostenible desde el punto de vista financiero, en cuyo caso la calidad del sistema completo podría disminuir. Se concluía de este modo que la calidad de las escuelas subvencionadas debía «administrarse», esto es, no aumentarla para no incentivar a los alumnos a migrar hacia las escuelas subvencionadas, ni disminuirla de manera indiscriminada sino lo suficiente para provocar «autoclasificación» de los estudiantes.
En otras palabras, se diseñó una política cuyo objetivo declarado apuntaba a la segregación. Se decidió, de manera consciente, pagar con segregación el uso de recursos públicos en educación escolar. El resultado de la aplicación de esa política es conocido.
El escenario que dibuja el Proyecto de Ley que reemplaza el CAE por un Sistema de Financiamiento Solidario para la educación superior en el fondo no es diferente al que se configuró en dictadura para la educación escolar. Si bien hay una diferencia de forma ya que hoy sería impensable argumentar a favor de la segregación y la administración de la calidad, es difícil suponer que el Gobierno no tuvo estos elementos a la vista al redactar el proyecto propuesto.
Partamos por revisar las condiciones del SIFS en contraste con las establecidas para optar a la gratuidad. Para las instituciones de educación superior (IES) que sin optar por gratuidad ingresen al SIFS no hay exigencia de calidad, a su vez, no se establece un arancel máximo a cobrar sino un máximo a ser cubierto con recursos públicos, que puede llegar a ser un 50% mayor que en IES con gratuidad, para las que el arancel sí está regulado y hay una exigencia mínima de calidad. Es evidente que el SIFS establece menos exigencias y mejores condiciones para las IES que la gratuidad. Más aún, el Proyecto de Ley permite que el arancel real sea mayor que el monto cubierto por el SIFS, generando una brecha que las mismas IES tendrán que gestionar, ya sea con becas o mediante créditos propios. Esto se traduce en que las IES sin gratuidad deberán resolver, al momento de definir el valor del arancel, si optan por cubrir eventuales diferencias con el SIFS mediante becas o integrando el negocio financiero para dar créditos propios, tal como ocurre hoy en el retail. En caso de optar por créditos propios, una vez terminados los estudios, incluso los estudiantes más humildes habrán contraído un compromiso financiero tanto con el Estado como con la universidad.
Dado que los ingresos esperados por concepto de aranceles son más altos con el SIFS que con gratuidad y como es muy probable que criterios como la maximización de ingresos por estudiante sean preponderantes a la hora de definir los montos y estructuras de los aranceles, el SIFS no solo va a arrastrar a las IES a no optar por la gratuidad, otorgando una ventaja comparativa a estas respecto de las IES estatales, que están obligadas a estar en gratuidad, también va a incentivar a las IES privadas ya adscritas al beneficio a revisar su decisión.
La pregunta evidente que surge es sobre el objetivo que busca el Gobierno al generar esta diferencia de condiciones entre el SIFS y la gratuidad. Sería ingenuo atribuir esta desventaja en contra de la gratuidad al descuido. Al contrario, más parece un intento consciente por debilitarla sin intervenirla directamente. Se trata entonces de una batalla en contra de la gratuidad en la que de manera indirecta se busca debilitarla o al menos mantenerla restringida. Lo anterior, para ser cierto, requeriría que el SIFS sirva también como herramienta para administrar la calidad del sistema.
A igual calidad, los estudiantes no tendrían ningún incentivo por matricularse en IES en las que deban pagar, sin importar si el pago es durante o después de terminados los estudios. Si bien esto haría que los estudiantes tiendan a migrar hacia las IES gratuitas, dicha migración estaría controlada al mantenerse restringido el tamaño de la matrícula en las IES con gratuidad. La consecuencia directa sería una mayor competencia al ingreso y con esto una eventual elitización de las IES gratuitas, ya que serían los mejores puntajes, asociados a condiciones socioeconómicas más favorables, los que accederían a ellas. En este escenario habría una presión social importante por aumentar la matrícula con gratuidad.
Para evitarlo, el SIFS genera condiciones que permiten, en principio, administrar la calidad. Como asegura un ingreso por estudiante mayor a las IES que no hayan optado por la gratuidad, esto le permitiría elevar la calidad, no obstante no ser una exigencia para acceder al instrumento. En contraste y producto del menor aporte por concepto de aranceles a las IES con gratuidad, éstas tendrán más dificultades -en términos relativos- para mantener un alto estándar de calidad. Se configura así un escenario que posibilita administrar la calidad del sistema, en el supuesto de que los controladores de IES sin gratuidad no conjuguen la maximización de ingresos con la reducción de costos. A priori no es claro, ya que gracias al Tribunal Constitucional se permite que personas jurídicas con fines de lucro controlen IES. Pero éstas a su vez, podrían optar por estrategias de marketing más agresivas eficaces a la hora de atraer estudiantes, pero que no se traduciría en aumentos significativos en la calidad de la educación entregada.
El SIFS se configura entonces no como un mecanismo complementario a la gratuidad sino como un instrumento capaz de debilitarla, ya que pone en desventaja a las IES con gratuidad y genera condiciones que permitirían administrar la calidad del sistema de educación superior con la consecuente autoclasificación (segregación) de los estudiantes, tal como ocurrió antes en educación escolar.
La demanda de educación pública, gratuita y de calidad se desvanece en un instrumento de financiamiento de la educación superior que favorece a iniciativas privadas; pone en desventaja a las IES con gratuidad, especialmente a las instituciones estatales que en el largo plazo vuelve a pagar con segregación el uso de recursos públicos, esta vez en educación superior. Esta política de financiamiento entonces, reafirma nuevamente el rol subsidiario del Estado y la concepción de la educación superior como un producto de mercado, más que un derecho social, marcando asi un claro retroceso respecto del camino definido en los últimos años.
La gratuidad es el camino que el país escogió para el financiamiento de la educación superior. Así se reconoce la educación superior como un derecho social, se hace cargo de la equidad en el acceso y, al presentarse como un mecanismo de financiamiento específico para la función docente de las IES, permite ordenar la discusión respecto del financiamiento de sus otras funciones, como es la de generación de conocimiento y creación. El Estado debería entonces establecer políticas que tiendan a fortalecer la gratuidad, donde instrumentos como el descrito ocupen un lugar complementario, pero en ningún caso contrario ella.