Por el senador José Miguel Insulza
La semana pasada los gobiernos de Brasil y Argentina anunciaron su decisión de volver a formar parte de la Unión de Naciones del Sur. Se revoca así oficialmente la decisión que sus gobiernos predecesores habían adoptado en 2019, al denunciar el Tratado Constitutivo de la Unasur, suscrito en Brasilia en mayo de 2008.
El peso de ambos países en la región hace probable que otros gobiernos sigan esos pasos en las próximas semanas o meses. Muchos observadores piensan que la decisión de Colombia también es inminente y, en Chile, el Presidente Gabriel Boric ya ha señalado en los últimos meses su inclinación favorable. Si ello fuera así, de los siete países que en 2019 anunciaron su retiro de la Unasur, sólo tres permanecerían fuera de ella y probablemente por poco tiempo. Paraguay debe seguir a sus tres socios de Mercosur y el gobierno peruano de la Presidente interina Dina Boluarte ganaría legitimidad interna al reincorporarse, al igual que el de Ecuador. Los otros cinco miembros nunca denunciaron el Tratado de 2010.
Los argumentos para revivir Unasur son poderosos. El mayor de ellos es que se trata de la primera y única institución creada por los países del Sur después de casi un siglo de trabajo en común. Su creación fue precedida de un acuerdo colectivo, la Comunidad Sudamericana (CASA), creada por iniciativa de Brasil por medio de una Declaración de Presidentes reunidos en el Cuzco en diciembre de 2004, con el objeto inicial de coordinar actividades de integración, especialmente en materia de infraestructura, a fin de facilitar el intercambio entre los países de la región. Seguramente la intención de Brasil era más amplia, pero en ese momento aún no estaban dadas las condiciones para una mayor unidad subregional, como la que existía en otras subregiones de América.
Aún existía el Grupo de Río, esencial a nuestro renacimiento democrático, que también era simplemente una asociación sin órganos estables y sólo con presidencia rotativa. Cuando se les compara con otras entidades, se pone de relieve la ausencia de una Carta Fundacional, del desarrollo de normas jurídicas estables y con contenidos, de una sede física, de recursos que fluyen normalmente, de calendarios de trabajo y representaciones permanentes. Esos son la OEA, el Sistema de Integración Centroamericano (SICA) o la Comunidad del Caribe (Caricom). Y esa fue la conversación de los sudamericanos reunidos varias veces en CASA en los cuatro años siguientes, que condujo a una decisión histórica: la creación de una Organización con el nombre de Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la primera en su género en esta parte de América. Pasar de un simple Grupo, que se puede abandonar en cualquier momento, a una verdadera Institución Internacional, digna de las relaciones estrechas que deben existir entre países que comparten el mismo espacio geopolítico.
A diferencia del resto de la región, que tenía ya asociaciones importantes, estos países nunca habían suscrito un acuerdo propio. La firma en 2009 del Tratado de Unión reflejaba la voluntad de marchar juntos en un mundo particularmente complejo, promoviendo en conjunto sus intereses. Y aunque hubo preocupación en otros actores e instituciones del hemisferio, por lo que equivocadamente se pensaba como un nuevo intento de sustituir a la OEA, esta Unión no tenía pretensiones hemisféricas, sino simplemente significaba completar una estructura de cuatro subregiones, compatible con la existencia de una unidad mayor regional, fuera esta la OEA o la CELAC. La Unasur no dividía, era única y completa. Incluso se tuvo el cuidado de no admitir observadores y se invitó a participar a las dos naciones sudamericanas del Caribe, para dejar en claro que el marco de la institución era América del Sur.
Con este ambicioso propósito se suscribió, en Brasilia, el 23 de mayo de 2008, el Tratado Constitutivo de la Unión de Naciones Sudamericanas. Los doce países firmantes aprobaron este Tratado en sus órganos legislativos, en los dos años siguientes; Chile concluyó ese proceso en septiembre de 2010. Pero la Organización ya había comenzado a funcionar, y la primera Presidencia, entre 2008 y 2010, correspondió a la Presidenta de Chile, Michelle Bachelet.
Con la ratificación definitiva, la Unasur designó al ex Presidente de Argentina, Néstor Kirchner como su primer Secretario General e instaló su sede en Ecuador. El inicio fue complicado por el lamentable fallecimiento del Secretario Kirchner, que obligó a una solución interina con dos ex Cancilleres, de Colombia (María Emma Mejía) y Venezuela (Alí Rodríguez), por un año cada uno. En agosto de 2014, al asumir la Secretaría General por períodos consecutivos el ex Presidente de Colombia Ernesto Samper, pareció encontrar su estabilidad, gracias también al apoyo decidido del Gobierno de Ecuador, que construyó la sede de la Secretaría y proveyó importantes recursos para su funcionamiento, complementados por otros estados miembros.
Así la Unasur tuvo cuatro años tranquilos, para fortalecerse parcialmente, a pesar de los cambios en el escenario político de la región. Pero su continuidad sería interrumpida bruscamente cuando, concluido el mandato del Secretario, que ya no podía volver a ser elegido, para lo cual se requería un consenso absoluto.
Cuando hubo unidad y buena dirección, la Unasur tuvo sus mayores éxitos, en los acuerdos entre los Presidentes Santos y Chávez para terminar de resolver la suspensión de Honduras del sistema Interamericano en 2011; y sobre todo la negociación que permitió dar curso al proceso constitucional en Bolivia. Esa Cumbre Extraordinaria en Santiago, bajo presidencia chilena de Michelle Bachelet, fue probablemente el mejor momento de la Unasur, que nacía legitimada como mediadora eficaz y confiable entre y dentro de las naciones del sur.
Pero pronto después se harían evidentes dificultades de gestión, que evitarían que la Unasur forjara una verdadera unidad continental. Generalmente se culpa de ello a una falla institucional: la nueva Organización requería, en todas sus decisiones importantes, acuerdos por consenso, entendido como unanimidad. Así ocurría en cada misión o tarea importante que la Unasur acometía. La misión electoral en Bolivia, siguiendo el proceso abierto en Santiago, no fue integrada por especialistas, como ocurre con las misiones de la OEA o la Unión Europea. Era sólo un grupo de diez observadores, uno de cada país, que se vigilaban primero a sí mismos y dificultaban cualquier toma de decisiones que no contara con su plena participación. La Misión no fue un completo fracaso gracias a la eficiente y flexible conducción del ex Canciller de Chile, Juan Gabriel Valdés.
Luego habría otro traspié importante como fue el intento fallido por impedir la injusta remoción del Presidente Fernando Lugo en Paraguay, con una Misión de diez cancilleres que no consiguió abrir un diálogo, al llegar a Asunción el día en que se decidía la renuncia de Lugo, en un tono de exigencia que evitó un real proceso de negociación. La necesidad de una institución más orgánica se hacía notar a cada paso.
La paradoja fue que el consenso era un requisito inicialmente puesto por Colombia durante el gobierno conservador de Álvaro Uribe, que quería participar, pero exigía no ser condicionado en lo orgánico por una mayoría de centro izquierda. Sin embargo, ese mismo requisito de consenso permitió a Venezuela vetar sistemáticamente candidatos a ocupar la Secretaría General que dejaba Ernesto Samper, quien concluía su segundo mandato. Es justo asignar aquí responsabilidades. Por cierto, la derecha del continente era ya bastante reacia a la institución. Pero fueron la inacción de la Unasur, acéfala desde la partida de Samper, y el impasse con Venezuela, lo que la dejó vulnerable y fácil de disolver.
Creo, no obstante, que el problema de la Unasur fue más de fondo; la exigencia del consenso era una señal de las profundas desconfianzas que, más allá de cualquier retórica, han seguido presentes entre diversos países de la región. Ello no impide revivir el sueño unitario; pero exige más imaginación y menos improvisación para forjar principios estables y formas orgánicas que superen los vaivenes de la política contingente y permitan contar con una organización estable, más allá de la alternancia en el poder, propia de las democracias.
La reconstrucción de la Unasur no es una tarea fácil, pero sí es indispensable. En un mundo crecientemente dividido y en medio de disputas hegemónicas, los países intermedios no pueden seguir actuando aisladamente, si quieren tener algún peso multilateral. Precisamos más que nunca, de una unidad regional, capaz de representar a Sudamérica, con una visión de más largo plazo.
Para Chile, que valora sus relaciones dentro de la región como uno de los principios permanentes de su política exterior, el restablecimiento de la Unasur parece indispensable. El llamado de algunos de nuestros Presidentes no puede darse por cumplido a través de alguna declaración conjunta. Una Cumbre de refundación en los próximos dos años, debería aprobar una nueva Carta de Principios y una nueva institucionalidad más flexible, que exija mayorías de dos tercios y no consensos ilusorios.
Por lo visto en los últimos días, el camino de vuelta a la Unasur es algo distinto en cada uno de los países que se retiraron de ella. En el caso de Chile, el Gobierno inició una consulta con el Congreso, de acuerdo a la Constitución, que se conoció sólo en la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara. Pocos meses después, sin continuar la consulta, el canciller Roberto Ampuero suscribió la nota oficial, denunciando el Tratado de la Unasur. Después de la denuncia del Pacto Andino por el Gobierno Militar, esta es la segunda denuncia de un Tratado conocida en la política exterior de Chile.
En todo caso, como la Constitución habla de consulta y no de aprobación, es muy probable que la denuncia se considere válida y, por consiguiente, sea necesario aprobar nuevamente el Tratado Constitutivo de la Unasur. Ello seguramente dará lugar a un debate mayor en nuestro Congreso, a diferencia de otros países miembros, que seguramente tendrán retornos más sencillos. En Chile, seguramente asuntos como la inclusión de todos los países de América del Sur, la posibilidad de plantear nuevas exigencias, sean esgrimidos a la par del debate político nacional.
Será sin duda un debate importante, que permitirá comprobar si la Política Exterior de Estado, tan proclamada por todos en los meses recientes, mantiene vigencia, por sobre temas de corto plazo. Chile y América del Sur necesitan una Organización regional sólida y estable, que no responda a conveniencias de corto plazo, sino a los principios permanentes de nuestra política exterior.