Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL CLARÍN (Chile) el día 19 de abril de 2021.
Todos chilenos tienen claro que nos hemos convertido en las últimas décadas en importantes exportadores de frutas. Pero precisamente por ello, es relevante poner sobre la mesa algunos de los datos y circunstancias que caracterizan a esa actividad productiva.
En el año 2020, el país exportó bienes por un valor de 73.485 millones de dólares. De esa cantidad, 41.770 millones de dólares fueron de exportaciones mineras, liderizadas desde luego por el cobre. Todas las exportaciones no mineras sumaron, por lo tanto 31.715 millones de dólares.
Las exportaciones del sector silvoagropecuario y pesquero sumaron en ese año 6.363 millones de dólares, lo cual representa el 20 % de las exportaciones no mineras. De esas exportaciones del sector agrícola y pesquero, la cantidad exportada de frutas fue 5.704 millones de dólares, es decir, el 90 % de todo lo que exporta el sector silvoagropecuario y pesquero, y el 18 % de todas exportaciones no mineras.
Pero aquí hay algunas aclaraciones que hacer. Los 5.704 millones de dólares ya mencionados son de fruta fresca, debidamente embalada, desde luego, pero sin procesos de transformación alguna. Hay, sin embargo, otras exportaciones que en el fondo son también exportaciones agrícolas, pero que se presentan en las estadísticas nacionales como productos industriales, con lo cual se hace aparecer al sector exportador industrial manufacturero con más peso del que en realidad tiene. Se cuentan entre ese tipo de mercancías la frutas congeladas y deshidratadas, los jugos y las conservas, las pulpas y mermeladas, y otros. Todo ello sumado a la fruta fresca, arrojan un total de 6.834 millones de dólares para el año 2020, lo cual representa el 21.5 % de las exportaciones no mineras. Si sumamos el vino embotellado, cuyas exportaciones fueron de 1.492 millones de dólares en el 2020, llegamos a un total de 8.326 millones de dólares, que corresponden al 26.2 % de las exportaciones no mineras.
La producción frutícola está protagonizada por 17.014 unidades de producción, de las cuales 11.078 son unidades productivas menores de 10 hectáreas, que en total ocupan una superficie de 43.374 hectáreas, con un promedio de 3 hectáreas por unidad productiva, lo cual nos ubica de lleno en el campo de la pequeña producción campesina. Paralelamente hay 683 productores, que ocupan en total 144.160 hectáreas, con un promedio de 211 hectáreas por unidad productiva. Hay, por lo tanto, muchos productores pequeños, mayoritarios desde un punto de vista social, pero minoritarios desde el punto de vista de la superficie que ocupan.
Según datos de Odepa, la actividad frutícola y agroindustrial ocupa en el transcurso de un año, a 83.602 trabajadores permanentes, y a 488.292 trabajadores en forma temporal, para un total de 571.894 trabajadores. El Instituto Nacional de Estadísticas, en su último boletín de empleo, señala que la ocupación en el sector silvoagropecuario y pesquero – que es mucho más grande que el mero sector frutícola – llegó 726.960 trabajadores ocupados, en los meses de máxima ocupación. De estas dos fuentes se puede inferir que la fruticultura utiliza, en algún momento del año, a más de la mitad de la población del sector, lo cual la convierte en una actividad que no se compara con ninguna otra dentro de la estructura productiva del país.
Todos estos antecedentes nos llevan a postular que es necesario – en estos momentos de grandes debates constitucionales y legales, y de despliegue de programas presidenciales – tener planteamientos políticos explícitos con relación al sector frutícola, así como lo es con relación al sector minero. Ese es un imperativo que nace de la importancia económica y social de estas actividades. En esa política sectorial frutícola es necesario plantearse el respeto a las normas laborales, previsionales y sindicales en todos y cada uno de los eslabones de la cadena frutícola, así como las normas tributarias que correspondan. También es importante el respeto, por parte de la actividad frutícola, a las normas medioambientales, sobre todo en lo que dice relación con el uso del agua y con el uso de agroquímicos. Pero, al mismo tiempo, el estado debe apoyar esta actividad, de modo de potenciar sus niveles de producción, de calidad y de acceso a los mercados internacionales, pues se trata de un activo del país que debe cuidarse, mantenerse y en la medida de lo posible incrementarse.
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