Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL CLARÍN (Chile) el día 28 de octubre de 2020.
Se suele escuchar la frase – un tanto condescendiente y conciliadora – que dice que el tamaño del Estado no importa mucho, en cuanto a la eficiencia general de la economía. Lo importante, continúa esa línea de pensamiento, es que tenga la capacidad de normar y orientar el quehacer del resto de los agentes económicos – empresarios y consumidores – de modo que el aporte de cada uno de ellos sea el máximo y se haga en la forma más eficiente posible. Se agrega a todo ello la palabra “grasa” que ha pasado a ser ya convencional en este tipo de debates, para referirse a empresas u organismos estatales que acrecientan el tamaño del Estado sin agregar mucho – e incluso en algunos casos agregando ineficiencia y burocracia – a la prestación de bienes y servicios que debe llevarse adelante en el seno de la sociedad. Siguiendo con esta línea argumental se postula que el Estado tiene la capacidad – por la vía de un sabio juego de estímulos y restricciones – de orientar el comportamiento tanto de los inversionistas, como de los consumidores y que no se necesita que el Estado asuma directamente las funciones de propietario de factores productivos y de productor de bienes y servicios, pues todo aquello lo pueden hace mejor los agentes económicos privados. Dejar todo librado al libre juego de las fuerzas del mercado, sin embargo, no es una buena idea pues el mercado conduce inevitablemente hacia una situación de concentración y centralización de los factores productivos que es intrínsecamente ineficiente. Pero para eso está el Estado: para intervenir por la vía de normas y restricciones de modo que el mercado funcione dando lo mejor de sí mismo, pero sin exhibir ninguna de sus fallas e ineficiencias.
Todo ello puede tener una cierta cuota de razón, en ciertos campos de la vida social y económica. Sin embargo, hay un campo donde esa línea de argumentación presenta grandes limitaciones: es en el campo de la tributación. Los gastos que lleva adelante el sector público – como porcentaje del PIB que es la forma en que cabe discutir este asunto – y consiguientemente los ingresos que debe recaudar de los diferentes agentes sociales y económicos, debe estar en función de los derechos y necesidades sociales que el Estado tiene que atender. No se puede establecer que el Estado tiene la obligación de proporcionar a todos los ciudadanos una atención de salud adecuada en oportunidad y en calidad, si no se le proporciona al Estado los recursos tributarios como para ello. No se puede, igualmente, darle al Estado responsabilidades en el campo de la educación o de la previsión, sin darle al mismo tiempo los instrumentos que correspondan como para que asuma esa responsabilidad. Nada de todo aquello se puede lograr meramente por la vía de normas u orientaciones al mercado, sino que todo lo anterior tiene que caminar por la vía de la recaudación de impuestos, que financien todas esas obligaciones. Decir que el Estado tiene esas responsabilidades, pero que debe mantenerse con una tasa de recaudación cercana al 20 %, como sucede hoy en día en Chile, es una forma elegante de decir que no se quiere que el Estado asuma esas responsabilidades. No se puede, sin embargo, elevar indiscriminadamente los deberes y responsabilidades estatales, y consiguientemente la recaudación tributaria, sin que eso termine por inhibir las actividades de los sectores privados. Por eso, no es bueno, en este campo, postular que lo mejor es tener un Estado lo más chico posible, como postulan los sectores más conservadores del país, ni tampoco lo contrario – un Estado lo más grande y poderoso posible – como podrían postular los viejos sectores estatistas, si es que todavía queda alguno.
La esencia del pacto o del contrato social- si es que existe esa figura – es que se cobren tantos tributos, como sean necesarios para cumplir los compromisos sociales que esa sociedad ha decidido asumir y, paralelamente, que se opere con el principio de que los que tienen más, deben contribuir con un mayor porcentaje de sus recursos para hacer realidad esta parte del contrato. En síntesis, en democracia, el tamaño del Estado es una expresión de los compromisos y pactos sociales que la sociedad ha asumido y de los pasos que ha dado para llevarlos adelante.