Las demandas generadas a partir del estallido social del 18 de octubre, están temporalmente en el congelador con el COVID-19. Pero podrían salir del congelador en medio del contagio, si las respuestas políticas a la crisis sanitaria y a la crisis económica que genera esta pandemia no muestran una expresa voluntad de implementar iniciativas que rompan la segregación con la que, desde ya, se viven ambas crisis.
Las imágenes y noticias que llegan desde Europa, Asia, África y América Latina nos revelan que la manera en que la pandemia del Coronavirus se expresa nacionalmente, termina siendo el reflejo de las distintas realidades –políticas, sociales y culturales– que están en la base del tipo de medidas que se adoptan e impactos que se provocan.
Si democracias más consolidadas, con todavía amplio respaldo ciudadano, como lo son las que tienen los países europeos, si estados de bienestar en Europa que tienen décadas de funcionamiento y gozan de legitimidad tanto social como política –que siguen operando masivamente aún en países que han practicado recortes importantes de sus políticas sociales– están experimentando severas limitaciones para hacerse cargo de sus crisis sanitarias y económicas, podemos imaginar lo que suceda en Chile.
Las preocupaciones por el estado de la democracia en América Latina, y de Chile en particular, aparecen al menos desde hace una década, cuando empieza a ceder progresivamente la adhesión hacia esta forma de gobierno, llegando a una alarmante situación en 2018, como el año con el peor resultado para la preferencia por un régimen democrático desde su reconquista en 1990. Chile es uno de los países con mayores niveles de desconfianza ciudadana y en las relaciones interpersonales. Además, después de Paraguay, es el segundo país de América Latina con mayor adhesión a un régimen autoritario, según el último Latinobarómetro, con un 40% de la población encuestada en 2018 que oscila entre la indiferencia por la democracia y la abierta adhesión a una alternativa autoritaria. Los ciudadanos perciben a gobernantes, dirigentes políticos y parlamentarios defendiendo sus propios intereses antes que el bienestar de sus pueblos.
El robustecimiento de un sistema de protección social en este cuadro se hace insoslayable, entendiendo que, junto con la universalización de tres derechos centrales que exigen una responsabilidad estatal indelegable e insustituible, como la actual crisis lo hace manifiesto (educación, salud y pensiones), se debe incorporar con fuerza la dimensión de la seguridad en los ingresos mucho más allá del insuficiente actual seguro de desempleo, así como una nueva perspectiva de protección social para catástrofes de todo tipo (climáticas, sanitarias, crisis económicas), con medidas e instrumentos que se activen automáticamente, sin tener que descansar en la voluntad política de las autoridades de turno, como lo ha sido hasta ahora.
De otra parte, la desigualdad inherente al capitalismo neoliberal latinoamericano comienza a provocar conflictividad social en muchos países, también hace aproximadamente una década. En Chile, tenemos señales desde las manifestaciones de trabajadores subcontratados durante el Gobierno de Lagos, en las revueltas de estudiantes secundarios en el primer mandato de Bachelet, en las protestas regionales y en las masivas movilizaciones de estudiantes universitarios durante la primera administración de Piñera. También en el movimiento multitudinario de los jubilados en el segundo periodo de Bachelet, en la irrupción de los movimientos feministas al poco de asumir Piñera su segundo mandato, adquiriendo finalmente una magnitud insospechada y de múltiples demandas en el estallido social iniciado el 18 de octubre del 2019 y que se mantuvo encendido por meses, hasta que la llegada del coronavirus lo puso, temporalmente, en el congelador.
Y podría salir del congelador, en medio del contagio, si las respuestas políticas a la crisis sanitaria y a la crisis económica no muestran una expresa voluntad de implementar iniciativas que rompan la segregación con la que, desde ya, se viven ambas crisis.
Por un lado, prontamente se hará manifiesta la segregación del sistema de salud que no podrá responder de igual manera al contagio que vivan los que están cubiertos por la salud pública y privada. Es más, hasta pudiera agravarse si, a pesar de haber pospuesto por 3 meses su insensata alza de planes, las isapres siguieran actuando discrecionalmente en medio de la crisis con la consiguiente expulsión de afiliados que presionarán sobre el sistema público de salud. Esto, además, en el contexto de una distribución desigual de condiciones habitacionales, de servicios sanitarios, de agua y de acceso a medios de prevención ante el contagio.
Por otro lado, los costos sociales de la crisis económica van a golpear desigualmente a hombres y mujeres –las eternas cuidadoras que con el confinamiento tienen ya mayores agobios domésticos a sus espaldas–, a pensionados y activos, a ricos y pobres, a sectores medios, a empresarios y trabajadores, a trabajadores formales e informales, a pequeños y grandes empresarios, a población urbana y rural, a centros poblacionales conectados y zonas rezagadas. Se habrán de visibilizar aún más las múltiples desigualdades que segregan a la sociedad.
Las inquietantes señales de deterioro en la confianza por la democracia, sus instituciones y representantes, así como la insatisfacción social que provoca nuestro modelo neoliberal y de las que tenemos evidencias desde hace más de una década, tienen en común una desigualdad que implica vulneraciones para amplias mayorías. Vulneraciones que nacen de distintas formas de desprotección.
Desprotecciones, ya sea por falta de voz e inclusión en las decisiones, por discriminaciones por condiciones de género, étnicas y raciales, ya sea por bajos o inconstantes ingresos ante un mercado que se hace cargo del acceso a todo tipo de bienes, desde bienes y servicios esenciales hasta artículos de primera necesidad, poniendo en categoría de bienes de consumo hasta los derechos sociales básicos.
Esta realidad está detrás de una subjetividad ciudadana que percibe –como lo demuestran varios estudios nacionales y latinoamericanos– a una democracia impotente o desinteresada para velar por el bienestar de las mayorías y a un capitalismo neoliberal que consagra la responsabilidad personal en el propio bienestar, desoyendo una demanda por mayor responsabilidad y participación del Estado en el acceso al bienestar.
Si por años hemos tenido estas evidencias objetivas y subjetivas que finalmente catalizaron en el estallido social, no es posible eludir su resolución con perspectiva de futuro y, menos, abordar respuestas en el presente como si fueran transitorias, dada la emergencia sanitaria. El debate que tenemos pendiente desde el inicio de la crisis social –y que se acelera precisamente en esta crisis sanitaria y económica– es la necesaria construcción de un sistema de protección social robusto. No solo por razones de justicia y cohesión social, también por consideraciones de viabilidad económica y, ciertamente, para relegitimar nuestra debilitada democracia.
O ¿acaso se cree que estamos en una situación excepcional y que, una vez superada, todo volverá a su cauce? Sabemos que este virus más temprano o más tarde será derrotado farmacológicamente, dejando una secuela dramática de millares de vidas perdidas, pero también la evidencia científica nos demuestra que este mismo virus esta mutando y que luego vendrán otros virus desconocidos cruzando fronteras en este mundo global, como los hubo antes del COVID- 19. Y ya no será una excepcionalidad.
Como dejó de ser excepcional, a pesar de que sigue tratándose como tal, un cambio climático que nos desertifica, en un país en que el consumo humano de agua no está constitucionalmente protegido y que nos somete regularmente a catástrofes naturales –que en su gran mayoría son efecto de obra humana– para las que siempre se ensayan respuestas transitorias. Sin dejar de mencionar, como ya lo están destacando intelectuales fuera de Chile y algunos dentro de nuestro país, que los impactos sociales habrán de perdurar más allá del aplacamiento del contagio y del inicio de una eventual reactivación.
Cambios de hábitos, de formas de relacionarnos, de modos de convivencia, todo ello en una sociedad que tiene en la base una desarrollada desconfianza. Cambios en la forma de trabajar y producir cuando se tiene un mercado laboral segmentado, con un tercio de informalidad mayoritariamente femenina por lo demás, con ausentes políticas de cuidado que sustituyan o apoyen el trabajo doméstico no remunerado de las mujeres, con una pronunciada desigualdad distributiva y de acceso a la conectividad. Y cambios en la concepción de la educación y en los procesos educativos, con un sistema educacional público al debe, así como cambios en la concepción de la salud en que la labor preventiva y de cuidado es el pariente pobre del actual sistema de salud.
El robustecimiento de un sistema de protección social en este cuadro se hace insoslayable, entendiendo que, junto con la universalización de tres derechos centrales que exigen una responsabilidad estatal indelegable e insustituible, como la actual crisis lo hace manifiesto (educación, salud y pensiones), se debe incorporar con fuerza la dimensión de la seguridad en los ingresos mucho más allá del insuficiente actual seguro de desempleo, así como una nueva perspectiva de protección social para catástrofes de todo tipo (climáticas, sanitarias, crisis económicas), con medidas e instrumentos que se activen automáticamente, sin tener que descansar en la voluntad política de las autoridades de turno, como lo ha sido hasta ahora.
La noción de seguridad o protección de los ingresos que clásicamente se asocia a riesgos previsibles, como son el desempleo, la enfermedad, la discapacidad, la maternidad y la vejez, adquiere hoy otros requerimientos, fruto de las veloces transformaciones de los trabajos y que esta crisis acentúa y da mayor visibilidad. Al punto que en varios países europeos, y dada la crisis económica producto de la pandemia, se está planteando abrirse a una experiencia innovadora –para la que hay algunos ejemplos en curso y que se iniciaron antes de las actuales circunstancias–, como es el establecimiento de un ingreso ciudadano. Ya no como respuesta transitoria, sino como parte constitutiva de sus modelos de protección social en un mundo que habrá de convivir con fenómenos de riesgos a escala mundial.
Es un debate necesario y negarse a él es ignorar que solo meses atrás Chile estaba en una crisis social y política de proporciones, que solamente por el momento está contenida. Pero, así como no pocos han negado la magnitud de la crisis política y social que dio origen el estallido y asumen la tesis de Carlos Peña, que son los temblores de la modernización capitalista, también serán los mismos los que quieran cerrar este debate. Y tenemos ese anticipo en el editorial del domingo 29 de marzo en La Tercera: “Es justificable que en una crisis el Estado intervenga activamente, pero ello no debe ser usado como pretexto para cambiar las bases del modelo a largo plazo”.