Álvaro Díaz
Hace 30 años escribí un artículo titulado “Modernización Autoritaria y Régimen de Empresa en Chile”. La idea central era que, si bien se había iniciado una transición hacia la democracia en la esfera política, ella no existía detrás de los muros y cercos de las empresas. Primero, porque los asalariados no tenían voz ni parte en la gestión de las empresas. Segundo, porque los sindicatos solamente representaban 1/5 de los trabajadores asalariados, con enormes restricciones en su capacidad negociadora. A ello debería haber agregado que las empresas son portadoras de una cultura patriarcal, que mantiene y reproduce la segmentación ocupacional de género; minimiza la participación de las mujeres en los directorios; lo que se combina con las conocidas brechas salariales entre hombres y mujeres.
Treinta años después, este diagnóstico mantiene su vigencia. Es cierto que hay empresas más despóticas y otras con una gestión más profesional. Sin embargo, las decisiones siguen concentradas en sus dueños, mientras que la cultura de la maximización de ganancia de los propietarios (shareholder value) margina a la cultura del valor compartido con trabajadores, proveedores y comunidades (stakeholder value). Y, peor aún, los sindicatos siguen representando solo el 20% del empleo asalariado.
La empresa autoritaria impone una gran contradicción en las vidas de 6 millones de asalariados. Estos son ciudadanos que votan cada 2 años, pero pasan la mayor parte del día trabajando en empresas jerárquicas, donde deben obedecer las órdenes de directores y/o gerentes no elegidos, sin derecho a participación. Esta profunda inconsistencia genera las bases estructurales de la crisis de las democracias liberales representativas en el mundo, que se manifiesta de manera particularmente aguda en Chile.
¿Es legítimo, eficiente y conveniente que las empresas se democraticen? Es legítimo porque los trabajadores no se limitan a vender su fuerza de trabajo, sino que además invierten en la empresa su capital humano y organizan su familia en torno a la reproducción de su fuerza de trabajo. Es decir, las empresas funcionan gracias tanto a los capitalistas como a los trabajadores. Es eficiente porque las empresas más democráticas pueden potenciar más el conocimiento, la innovación y la creatividad. Y, dado que las empresas funcionan en redes productivas, se requiere de diálogo y cooperación con las pymes proveedoras y las comunidades. Y es conveniente, porque las empresas más democráticas facilitan la cooperación antes que el conflicto.
Avanzar hacia este tipo de empresas es un desafío nacional extraordinario. Requiere de una innovación institucional tan relevante como fue la negociación colectiva en el siglo XIX. Sin embargo, esto no es una utopía. Ya existe una larga experiencias en algunos países desarrollados. Entre ellas, el modelo alemán de “cogestión” y el modelo escandinavo de “codeterminación”.
Pero ello requiere una renovación del pensamiento, tan importante como el que ocurrió en los años cincuenta en Chile. También requiere que los partidos progresistas y las coaliciones que se armen en el futuro próximo incorporen en sus programas la democratización de las empresas. Más aún, debería proponerse a los gobiernos progresistas impulsar experiencias a través de las empresas públicas, lo que puede incluir una alianza con empresas privadas dispuestas a emprender y evaluar estas iniciativas. Todo ello debería estar inspirado en el principio de paridad de género.
Lo anterior debe influir en el debate constitucional. En primer lugar, debe reforzarse la función social del derecho de propiedad y de las empresas, ampliándola hacia a la protección de la dignidad humana y los DDHH. En segundo lugar, debe proponerse un rol activo del Estado en promover y regular la función social del derecho de propiedad y de la libre empresa, estableciendo claramente que estos derechos no podrán desenvolverse en oposición al interés social, al tiempo que las leyes deberán fijar las regulaciones y fiscalizaciones necesarias, así como las políticas públicas para que la actividad económica pública y privada pueda encaminarse y coordinarse con fines sociales.
Ello permitirá que, con el tiempo, se desarrolle una legislación que abrirá camino a empresas más democráticas. Esto contribuirá a un nuevo modelo que promueve el crecimiento y la diversificación productiva, junto con el trabajo decente y la sustentabilidad. Es mediante nuevas instituciones, más democráticas, ágiles y eficientes, que se podrá avanzar hacia el desarrollo sostenible e inclusivo que todo el país anhela.