El desproporcionado despliegue de las Fuerzas Armadas para proteger infraestructura crítica

Por Marcos Robledo

El país ha ingresado, a partir del 18 de octubre, en una crisis de legitimidad del régimen político, económico y social neoliberal que ha regido al país en las últimas décadas. Los ciudadanos y ciudadanas de todo el país se han movilizado para exigir transformaciones estructurales y es esperable que las protestas sociales continúen, mientras la ciudadanía no perciba que estos han comenzado a ocurrir.

El «Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución» fue un primer paso, muy importante, para iniciar el proceso constituyente que está demandando el pueblo movilizado. El proceso plebiscitario para derogar la Constitución del 80 y reemplazarla por un nuevo texto fundamental, emergido de la voluntad popular, es el resultado más significativo de la enorme movilización de la sociedad chilena.

Este proceso enfrenta, sin embargo, varios problemas para ser materializado exitosamente. Uno de estos es que el acuerdo emergió con una muy débil legitimidad, tanto por la crisis de credibilidad de las instituciones políticas, como porque las organizaciones más importantes que convocaron a la protesta no fueron consultadas durante las negociaciones que lo originaron. Fortalecer la legitimidad del acuerdo es hoy la tarea más importante, cuestión que será posible si se fortalece su inclusividad, si son acogidas las demandas de paridad de género y representación de los pueblos originarios e independientes, entre otras que han planteado las organizaciones sociales como la Mesa de Unidad Social.

Las negociaciones deben prestar atención a los planteamientos del movimiento social y el proceso plebiscitario requiere iniciarse prontamente, porque su dilación también está afectando la credibilidad del acuerdo.

La convocatoria al plebiscito para el 26 de abril de 2020 contribuirá para comenzar a descomprimir la crisis, porque significará un primer cambio tangible a pesar de lo prolongado de las movilizaciones y encauzará gran parte de las energías y voluntades mayoritarias del país hacia la solución democrática.

Un segundo problema que enfrenta la construcción de una salida política a la crisis, es la ausencia de señales de voluntad política para poner en marcha reformas estructurales. La movilización social estalló como una forma de exigir cambios significativos en las políticas sociales que han sido negados de manera ilegítima por los cerrojos constitucionales impuestos durante el proceso de transición. Sin embargo, el Gobierno solo ha respondido con medidas paliativas que están profundizando la frustración de la gran mayoría de la población.

Una tercera dinámica que está afectando la legitimidad del proceso político está siendo tanto el desarrollo de un intenso proceso de violencia social, distinta al movimiento de protesta social, como la deficiente respuesta coercitiva del Estado. Ambas están amenazando el Estado de derecho.

Junto con las formas tradicionales de protesta y movilización como rayados, marchas, interrupciones de tránsito, barricadas, tomas de terrenos, entre otras manifestaciones, a partir del 18 de octubre se ha masificado una forma de violencia que hasta entonces parecía marginal. Tanto en la primera línea como en distintos territorios del país han cobrado fuerza los saqueos y se ha destruido infraestructura pública con una intensidad sin precedentes. Las zonas centrales de algunas de las ciudades más importantes han sido destruidas, afectando a personas sin distinción y amenazando el funcionamiento de comunidades de manera indiscriminada. Una parte de esa violencia es anómica, porque la producen grupos sin objetivos políticos ni sociales y también ha cobrado fuerza el accionar de grupos antidemocráticos, especialmente anarquistas. Pero además han surgido antecedentes revelando que, en algunos saqueos, han participado funcionarios y autoridades municipales de derecha.

El Ministerio Público aún investiga el origen de los atentados al Metro de Santiago, así como numerosas denuncias. No existe, por lo tanto, un cuadro completo que permita identificar responsables acerca del origen político y social de la violencia y no es exagerado afirmar que existen legítimas dudas acerca del origen de muchos actos de violencia. Sin embargo, si ese nuevo tipo de violencia no es controlada, amenaza la convivencia básica y el funcionamiento de la sociedad, debilita la legitimidad de la propia movilización social, amenaza la continuidad del Estado de derecho y, con ello, del régimen democrático.

Sin embargo, a partir de esas acciones, otros sectores están configurando una narrativa para debilitar y eventualmente revertir la ejecución del «Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución». Han debido acceder a un camino para desmantelar la Constitución de 1980, pero no se han resignado. Se trata de una narrativa que, a partir de la condena a los hechos de violencia anómica y anarquista, avanza hacia la criminalización de la protesta social legítima y la militarización de la crisis. El proyecto de ley “antisaqueos” es un reflejo de lo anterior, puesto que no solo intenta penalizar los saqueos, en lo que existe acuerdo transversal, sino que también propone penalizaciones de diversas formas legítimas e históricas de protesta social.

La violencia del Estado también se ha convertido en otra fuente que está deslegitimando y dificultando la solución política a la crisis del modelo neoliberal. Particularmente crítica es la situación de Carabineros de Chile, que ha violado gravemente los Derechos Humanos de las personas en el marco de la movilización social, haciendo un uso ineficaz, desproporcionado e indiscriminado de la fuerza como lo han señalado el Instituto Nacional de Derechos Humanos, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Lo anterior ha dejado a las autoridades del propio Gobierno sin otra opción que aceptar la existencia de una gravísima crisis de la principal institución policial profesional responsable constitucionalmente del orden y seguridad pública del país. Sin embargo, el Gobierno aún no implementa políticas claras y consistentes para revertir la crisis en Carabineros, como para evitar la impunidad.

Los reiterados impulsos hacia la militarización

El Gobierno ha llevado adelante también una errática política en lo relacionado con el rol de las Fuerzas Armadas, deteriorando en cada oportunidad aún más la situación y exhibiendo un reiterado impulso hacia una militarización, que solo ha agravado y puede agravar todavía más la situación de seguridad, junto con debilitar incluso más el acuerdo por una nueva Constitución.

Una primera decisión política del Gobierno en tal dirección fue diagnosticar la crisis como una guerra contra un enemigo interno y declarar el estado de emergencia a pocas horas de haber estallado la crisis el 18 de octubre, sin haber agotado el empleo de las capacidades de Carabineros de Chile, arrastrando a civiles y militares –innecesariamente durante diez días– a la reapertura de una dolorosa historia de enfrentamiento en la historia de Chile.

Una segunda decisión militarizadora del Gobierno fue haber convocado al Consejo de Seguridad Nacional el 7 de noviembre. Tanto el contralor general de la república, como los presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, hicieron presente lo equivocado de esa determinación.

Una tercera decisión similar del Gobierno fue amenazar con la imposición de un segundo estado de emergencia si el Congreso no arribaba al acuerdo que se alcanzó el 15 de noviembre, denuncia que hizo la periodista Andrea Vial, mientras se realizaban las negociaciones y que no fue desmentida.

Una cuarta decisión del Gobierno en la misma dirección, fue el haber autorizado el comunicado oficial emitido por las tres ramas de las Fuerzas Armadas el 21 de noviembre pasado, rechazando el Informe de Amnistía Internacional. La Constitución establece, en su artículo 101, que “Las Fuerzas Armadas (…) existen para la defensa de la patria y son esenciales para la seguridad nacional” y, en su inciso tercero, que “las Fuerzas Armadas y Carabineros, como cuerpos armados, son esencialmente obedientes y no deliberantes”. No corresponde entonces que estas, mediante un comunicado oficial emitido como cuerpos armados, intervengan en el debate público y que esto sea respaldado por el Gobierno. Las opiniones de las FF.AA. deben ser transmitidas mediante el conducto regular, el que de acuerdo con la Ley 20.424 corresponde al ministro de Defensa Nacional.

La última decisión del Gobierno hacia la militarización ha sido el envío, primero, de un proyecto de ley ingresado el 26 de noviembre que modifica la Ley 18.948 Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas, estableciendo el rol de estas en la protección de la infraestructura crítica sin necesidad de declaración de estado de excepción Constitucional, luego su retiro y el posterior ingreso de una reforma constitucional con el mismo propósito.

Se trata de una modificación del artículo 32 de la Constitución, que establece las atribuciones especiales del Presidente de la República, en su numeral 17, que se refiere a su facultad para disponer de las fuerzas de aire, mar y tierra, organizarlas y distribuirlas de acuerdo con las necesidades de la seguridad nacional.

La propuesta de reforma constitucional faculta al Presidente para decretar que las FF.AA. se hagan cargo de la infraestructura crítica y señala que no implicará la suspensión, restricción o privación de los derechos ni garantías constitucionales, por lo que no será un estado de excepción constitucional; que no se dispondría de las Fuerzas Armadas para restablecer el orden o la seguridad públicas y que no se afectarían las facultades de las fuerzas de Orden y Seguridad. El proyecto define la infraestructura crítica como instalaciones, sistemas y sus componentes cuya perturbación o destrucción tendrían un grave impacto sobre los servicios de utilidad pública y el funcionamiento de los órganos y la administración del Estado.

El Gobierno ha invocado como justificación la necesidad de liberar personal de Carabineros de Chile de la protección de la infraestructura crítica, para poder dedicarlo a las tareas de orden y seguridad públicas. También ha invocado la presunta existencia de precedentes internacionales en que las Fuerzas Armadas protegen ese tipo de infraestructuras.

El efecto de la medida parece ser, sin embargo, muy limitado o casi nulo desde el punto de vista de la liberación de personal policial. Salvo en el caso de los hospitales o del Metro de Santiago y sin contar con información oficial, parecen ser pocos los recintos o instalaciones actualmente custodiados por personal policial y parece ser muy contraproducente desplegar Fuerzas Armadas en ese tipo de recintos.

La comparación internacional es incorrecta, puesto que los casos citados corresponden a países democráticos que han debido movilizar a las FF.AA. tras experimentar agresiones originadas por amenazas terroristas transnacionales y en algunos casos, incluso, financiadas por Estados, dotadas de capacidades militares, incluyendo armamento convencional, como capacidades asimétricas; y de agresiones organizadas principalmente desde el exterior. Por el contrario, en el caso de Chile, la crisis se ha originado como consecuencia de problemas políticos y sociales, no militares.

Llama la atención que se haya propuesto un proyecto con una definición tan amplia de infraestructura crítica que podría ser protegida por las FF.AA., porque permitiría eventualmente militarizar todo el país. Las instituciones militares cumplen desde hace mucho tiempo algunas tareas de protección permanente de infraestructura crítica en tiempo de paz, pero mediante normas muy acotadas, muy proporcionadas a las necesidades y, por tanto, legítimas. Es el caso de la protección de las instalaciones de la Comisión Chilena de Energía Nuclear. Por esta razón, si el proyecto de reforma constitucional fuera aprobado por el Congreso Nacional, se estaría naturalizando una presencia permanente de las Fuerzas Armadas en un contexto de grave crisis política y social, algo que incluso no se atrevieron a hacer los constituyentes autoritarios de la Constitución de 1980.

Adicionalmente, al proponer la posibilidad de una presencia permanente de las Fuerzas Armadas sin estados de excepción constitucional y sin facultades policiales, el Gobierno está básicamente proponiendo un verdadero oxímoron de militarización de hecho, altamente riesgoso, tanto para la evolución de la crisis social y política como especialmente para la superación de la crisis de seguridad pública. Si son desplegadas bajo una norma como la que se propone, en la práctica las Fuerzas Armadas podrían verse directamente involucradas o afectadas de hecho en una crisis de seguridad pública, sin tener ni el mandato constitucional, legal, ni la preparación profesional.

¿Qué va a pasar si, una vez desplegadas, con las atribuciones que no les otorga esta reforma propuesta, las Fuerzas Armadas debieran enfrentar una turba que atacara una infraestructura crítica? ¿Llamar a Carabineros? ¿A qué van a salir las Fuerzas Armadas si de acuerdo con las iniciativas del Gobierno solo van a poder cuidar infraestructuras que no podrían defender, porque en ese caso no tendrían las facultades para actuar?

Por esa razón, junto con no impactar significativamente, el proyecto en realidad arriesga agravar sustantivamente la crisis de seguridad, incrementando tanto la distancia del movimiento social con la elite, como además profundizando y extendiendo la crisis de legitimidad de las instituciones de fuerza del Estado, reconocida públicamente en el caso de Carabineros.

En virtud de lo anterior, existe una evidente desproporción entre el tipo de problema de seguridad que la reforma intentaría resolver, la magnitud del despliegue que se podría realizar y el riesgo involucrado en la medida propuesta.

El país vivió entre 1983 y 1988 una prolongada crisis política y movilización social, que no pudo ser detenida con una respuesta militar, sino hasta que el régimen autoritario fue empujado a realizar una transición democrática.

Sería paradójico y terrible que, en la democracia de hoy, la solución política iniciada con el acuerdo para la nueva Constitución terminara viéndose amenazada por un agravamiento de la crisis de seguridad como resultado de la reforma constitucional. Si ello ocurriera, sería una detención fáctica de los cambios a los cerrojos institucionales que no pudieron ser cambiados en 1990 y que están en el origen del estallido social de 18 de octubre.

Si se aprobara el proyecto presentado por el Gobierno, y las Fuerzas Armadas fueran desplegadas sin estado de excepción constitucional, Chile se terminaría sumando, 30 años después, a la larga lista de países de América Latina que, en el contexto de la crisis democrática generada por la globalización neoliberal, han terminado llamando nuevamente a los militares para resolver sus problemas internos, tanto de seguridad pública como políticos.

La crisis política y social se debe enfrentar con el proceso constituyente y con reformas sociales estructurales, y la crisis de seguridad pública debe ser resuelta con una policía conducida por la autoridad política, que respete los Derechos Humanos, con mejor seguridad pública. Es urgente que, desde el Gobierno y siguiendo las recomendaciones de organismos defensores de los Derechos Humanos, se adopten medidas claras, se inicien procesos inmediatos de reforma del Ministerio del Interior y Seguridad Pública, así como de Carabineros, orientadas a fortalecer rápidamente su eficacia profesional. Que se adopten medidas ante los casos más graves de violaciones de los DDHH, como pasos iniciales imprescindibles para comenzar un proceso de, a lo menos, mínima relegitimación del accionar policial del Estado. El Gobierno de Chile no debe abdicar de esa responsabilidad

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