Oscar González, Dirigente del Socialismo para la Victoria, Argentina. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno.
Se cumple una década del derrumbe económico y social que sufrió la Argentina tras diez años de neoliberalismo y que suscitó entonces la mirada compasiva de la socialdemocracia europea, una actitud menos hostil que la condena unánime de los mercados financieros frente a un país que, víctima de las políticas que ellos mismos le impusieron, no pudo afrontar su enorme deuda externa e ingresó en el default, esa zona oscura que hasta entonces nadie había habitado en estas latitudes.
Modales aparte, había algo que compartían tanto el establishment financiero como los socialistas europeos y era ese sentido común de época que se expresaba en los congresos internacionales y seminarios donde coincidían socialistas de ambos mundos: la alarma porque un país confiable y ejemplar por su devoción por el credo neoliberal se convertía repentinamente en un arrabal irresponsable que dilapidaba sus recursos y, encima, se negaba a aplicar el ajuste que exigían los centros financieros internacionales. Se hacían rutinarios los reproches frente a la inevitable pulverización de los fondos de pensión que los jubilados europeos habían confiado a ciertos bancos de vocación especuladora dedicados a maniobrar con los bonos argentinos.
Años después, esa Europa próspera y de moneda fuerte que rivalizaba con el dólar, donde hasta los países menos desarrollados del área sentían la seguridad de su amarre al carro consumista, se topaba con la misma crisis que había azotado a ese lejano país emergente que luchaba por recuperarse de la devastación económica y social a comienzos del siglo. Aquel paraíso del bienestar signado por la impronta social, económica, ecológica y ética de la izquierda democrática ve entonces peligrar su futuro por obra del modelo basado en la especulación financiera y de ese modo la vieja Europa, cuna del Estado social, comienza a aplicar el mismo programa de privatizaciones y de abolición de derechos sociales y laborales que sufrimos los argentinos en los ’90.
Lejos de resistir estos embates, los partidos socialdemócratas desisten de sus ideales emancipadores y adaptan sus programas a la ola neoliberal con la “tercera vía” británica, la “neo-socialdemocracia” nórdica y el “social-liberalismo” en España, olvidando historias, identidades y una tradición que hunde sus raíces en las luchas sociales, a menudo sangrientas, de más de un siglo. Se reniega, en síntesis, de los principios fundacionales de 1957, cuando nace la Comunidad Económica Europea con la contribución de socialistas y socialdemócratas dispuestos a salvar a sus países del horror de otra guerra.
A partir de los ’80, con la economía mundial cautiva de la hegemonía del capital financiero, el Viejo Continente se desplaza a la derecha: la unión monetaria y fiscal queda bajo la supervisión del capital especulativo; la planificación y dirección de la economía dejan de ser responsabilidad de los estados nacionales y pasan a depender de los banqueros, incluido el Banco Central Europeo, constituido en instrumento del capital financiero y no en palanca de políticas públicas. De este modo, la democracia política, al igual que la capacidad gubernamental de decisión sobre cuestiones cruciales como el empleo y la producción queda subordinada al gran capital.
Tal como en nuestro caso con la virtual privatización del Banco Central en los ’90, los tratados de Maastricht y Lisboa establecen la “independencia” del Banco Central Europeo, lo que en la práctica lo pone bajo la tutela de las finanzas privadas que le impide conceder créditos para la producción –considerados “inflacionarios”–, comprar deuda del Estado ni realizar ninguna otra operación pública, aunque sí lo autoriza a emitir dinero para rescatar bancos en dificultades.
Los tratados también restringen la autonomía financiera estatal imponiendo topes como el que limita el déficit al 3% del PBI, impidiendo cualquier gasto “keynesiano” de carácter contracíclico destinado a combatir la depresión de las economías nacionales. De esta manera, los países deudores quedan maniatados por los bancos, acusados, como dice Angela Merkel, de no ser capaces de “crecer por sí mismos para salir por sí mismos del endeudamiento”.
De este modo, el capitalismo especulativo y depredador logra lo que otrora se conseguía con ejércitos o dictaduras: que países deudores como Grecia se asuman como naciones derrotadas y conquistadas, que entreguen su agua, su tierra, sus bienes públicos, su futuro como pueblos libres y naciones soberanas. Hasta se les plantea vender el Partenón y otros enclaves turísticos para que los privatizadores puedan comprarlos con los mismos bonos devaluados de la deuda griega, que el gobierno deberá tomar a precio nominal para abonar los siderales intereses que imponen sus acreedores.
Cuando el “sueño europeo” se ha vuelto una pesadilla y el proceso reformista se ha tronchado brutalmente, con una oligarquía financiera dominante que aniquila el patrimonio de los deudores, la renuncia del primer ministro Georgios Papandreu y la resignación de los socialistas españoles, que reforman la ley para priorizar el pago de la deuda “porque los mercados no pueden esperar”, son ejemplos cabales de rendición incondicional frente a una banca acreedora que extorsiona a los gobiernos de todos los signos con el colapso del euro y de las economías nacionales si no los rescatan de sus pérdidas millonarias.
Constreñida la democracia política a consentir que la deuda se pague con recortes salariales y del gasto social, el poder financiero busca así coronar su victoria, reduciendo el mundo del trabajo y de la industria a la servidumbre por deuda, sin que los gobiernos atinen a buscar otras salidas, a gravar la riqueza y a resistir un embate que diezma a la izquierda y le abre la puerta a la extrema derecha.
Contrariamente, del otro lado del Atlántico, varios gobiernos buscan nuevas vías que desde sus particularidades reivindican los valores de la izquierda en sus múltiples versiones, ya se los describa como populistas, nacionalistas, socialistas, progresistas, desarrollistas o una combinación de algunos de esos términos. Son procesos que admiten la sentencia de Bernardo Kliksberg cuando señala que “la desigualdad es el peor enemigo que tiene el crecimiento económico” y que con estilos y matices, superan el fundamentalismo de mercado que primó en los noventa.
Son experiencias donde se reaprende la vieja lección de que trabajo, consumo y producción son las bases económicas fundamentales del bienestar social, porque si no hay consumo los mercados se contraen, las empresas no invierten, los comercios cierran y los ingresos fiscales se desploman. Y entonces las empresas despiden a sus trabajadores, aumenta el sufrimiento social y la economía se achica todavía más.
En esa centralidad del trabajo –que Cristina Fernández explica al decir que “el ciclo de crecimiento económico que estamos viviendo, el más importante de los últimos 200 años, no es un crecimiento como el de los ’90, con una destrucción masiva del empleo, ni como el de principios del siglo XX, cuando el país sólo exportaba y la riqueza llegaba a una pequeña parte de la población, sino que el nuevo patrón económico es el del crecimiento basado en la producción y el trabajo”– esté quizás la clave. Una constatación que puede ser útil para que los socialistas europeos repiensen cómo enfrentar hoy nuestras penurias de ayer.
Tiene razón el autor al recordar que sólo la combinación de trabajo,consumo y producción pueden sustentar una economÃa sana.Los 21 gobiernos europeos que han sido derribados por creer que la austeridad sirve no sólo para reducir el déficit y la deuda, sino además para reactivar la economÃa son la mejor demostración de la falsedad de tal premisa.
La Argentina de Kirchner siguió un camino diferente y ahora puede legÃtimamente exhibir su experiencia exitosa.