El malestar con la democracia

Revolución Islandia

Ernesto Águila, Director Ejecutivo Instituto Igualdad.

Es curioso lo que ocurre hoy con la democracia: se va tras ella y de sus promesas en las revueltas ciudadanas en una parte importante del mundo árabe mientras en varios países de Europa, y en buena medida en Chile, se expresa una insatisfacción con su capacidad para representar, procesar y dar solución a las demandas de la ciudadanía.

El tono de este malestar con la democracia actual se percibe en las consignas de los acampados en la Puerta del Sol de Madrid, algunas de indudables resonancias nerudianas: “Me gustas democracia, aunque estás como ausente”. O una con menos pretensiones poéticas pero igual de elocuente: “Parece democracia, pero no lo es”.

En rigor, el movimiento ciudadano en Europa lo ha liderado un diminuto país: Islandia. Un remoto lugar que después de ser la sociedad más próspera de Europa hoy se encuentra en bancarrota como consecuencia de la crisis económica de 2008. Allí se vive desde hace dos años una verdadera revolución cívica que partió con el rechazo a pagar con el erario público la deuda de tres bancos privados declarados en quiebra. A través de un plebiscito más del 90% de la población rechazó el servicio de dicha deuda, la que había sido previamente “nacionalizada” (bajo ese principio infalible que las ganancias son privadas pero las deudas se estatizan). Luego se dio paso a una inédita Asamblea Constituyente con la elección de 25 ciudadanos sin filiación política entre 522 candidatos que se presentaron.

¿Para donde marcha todo esto? No se sabe. Pero sí llama la atención que estas protestas no apuntan a menos democracia sino a más. No parece haber en estos movimientos nostalgias autoritarias de algún signo sino más bien la búsqueda de formas más participativas y representativas de democracia. Lo segundo, es la desconfianza con una “clase política” que se percibe apoltronada, cooptada por intereses ajenos a los de sus votantes, sospechosamente indiferenciada políticamente  y debilitada en su capacidad de representar lo diverso y lo nuevo.

Chile no está ajeno a estos procesos. Es evidente que tras las masivas movilizaciones de los últimos días hay otras corrientes subterráneas moviéndose y que no se trata solamente de la expresión súbita de una conciencia medioambiental. La falta de competitividad del sistema electoral binominal y el “empate político” a que conduce ha favorecido una exacerbación de los rasgos elitistas de nuestra democracia –en desmedro de sus atributos de representación, participación y deliberación-,  proceso que luego de 21 años comienza a desembocar, en términos históricos,  en una creciente desconfianza ciudadana hacia la política y en una democracia fatigada.

Por último, constituiría un grave error de la autoridad confundir las manifestaciones masivas y pacíficas de miles de ciudadanos con algunos actos aislados y minoritarios de violencia. No es una sana doctrina democrática traspasar la responsabilidad de los resultados de una manifestación a sus organizadores. En este punto existe una responsabilidad compartida entre la autoridad y los convocantes porque el monopolio de la fuerza en un Estado de derecho democrático no es solo para mantener el orden público sino para garantizar el ejercicio  de los derechos fundamentales de los ciudadanos, entre ellos, los de libertad de expresión y reunión.

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  1. Las protestas de mayo (sentidoscomunes.cl)

    “Ocupar el espacio público para demandar es una acción política que, si no es continuada por los cauces adecuados, no sólo queda trunca sino que además se desvirtúa a tal punto que sus efectos siempre terminan favoreciendo a cualquiera menos a los demandantes. La historia es clara: a río revuelto, ganancia de pescadores”.

    flickr.com/photos/josefeliciano
    Hay varias cosas en común entre los movimientos de París en el 68 y los de Madrid el 2011: ambos se desarrollaron en el mes de mayo, ambos implicaron una novedosa ocupación del espacio público (graffitis y barricadas en uno, campamentos y pancartas en el otro), ambos tuvieron una enorme repercusión mediática que amenazó con transformarlos en un efecto dominó, ambos conjugaban una inmensa diversidad de demandas en contra del sistema capitalista y, contradictoriamente, ambos tuvieron como desenlace un triunfo de la derecha en las siguientes elecciones.

    El mayo francés, como sabemos, quedó en la historia como un evento memorable que alimentó el imaginario de todas las generaciones sucesivas. Su éxito mediático le permitió perdurar por sobre otros movimientos paralelos tanto o más importantes (las protestas anti Vietnam del 67 o la Primavera de Praga del 68), asegurándole un lugar en la memoria colectiva que obliga a volver recurrentemente a él como ejemplo de movilización social. Sin embargo, su éxito mediático oculta su fracaso político. Porque el recuerdo de notables slogans como Prohibido prohibir, o Seamos realistas, pidamos lo imposible, nos hace olvidar que toda esa energía y creatividad juvenil desplegada en las calles el barrio latino de París, no tuvo ningún efecto práctico y real; más aun, dos meses después, Charles De Gaulle, el principal blanco de las protestas, obtenía el 60% de los votos en la elección nacional, una mayoría absoluta inédita para un gobierno de derecha en Francia.

    El mayo madrileño despertó simpatías similares. El gran campamento urbano montado en la Plaza del Sol y eslóganes tan notables como “no somos anti sistema, el sistema es anti nosotros” permitieron que este movimiento de protesta ante un modelo económico en crisis tuviera una atención mundial inmediata que, por incubarse en un país occidental y primermundista, superó la atención que hace poco tuvo la llamada primavera árabe. Sin embargo, al igual que en el caso de sus vecinos franceses -y a diferencia de las revueltas de Túnez o Egipto- sus efectos fueron inocuos: no se modificó el sistema, no cayó ningún Gobierno y el Partido Popular salió vencedor en las elecciones. Nuevamente la incapacidad y falta de voluntad de la sociedad civil para entrar al ruedo político, transformó en vencedores a quienes se ubican al otro lado del espectro político de los manifestantes.

    En Chile, las protestas de mayo ya son un lugar común. Gracias a la tradición de que el Presidente realice su cuenta pública ante el Congreso en el inicio del año legislativo, las semanas previas al 21 de mayo siempre están copadas por protestas de diversos sectores, ansiosos de aparecer mencionados en la cuenta pública (“el que no llora no mama”). Este 2011, las protestas ciudadanas estuvieron centradas en el rechazo a HidroAysén, un tema que si bien no tiene una vinculación directa a problemas cotidianos, ha tenido el timing necesario para canalizar a través suyo una incomodidad ciudadana mas dispersa que –opacando incluso los movimientos estudiantiles, o las demandas por la reconstrucción– se ha tomado la agenda de mayo. Si bien aún está por verse en que decanta este movimiento, los indicios ya son más o menos claros: la carencia de un liderazgo y el cortocircuito entre la sociedad civil y la clase política permiten aventurar que todas las energías, consignas y velas tendrán efectos prácticos más bien menores.

    Esta suerte de similitud entre los tres mayos (movilización ciudadana sin voluntad política) merece una reflexión más profunda y menos ingenua. Porque una cosa es entusiasmarse con las imágenes de la ciudadanía utilizando el espacio público para establecer sus demandas, pero otra muy distinta es creer que sólo basta con esa manifestación para que esas demandas sean escuchadas y resueltas. Ocupar el espacio público para demandar es una acción política que, si no es continuada por los cauces adecuados, no sólo queda trunca sino que además se desvirtúa a tal punto que sus efectos siempre terminan favoreciendo a cualquiera menos a los demandantes. La historia es clara: a río revuelto, ganancia de pescadores.

    En estos últimos días de mayo hemos escuchado a muchas voces diciendo que los políticos no han sido capaces de leer el trasfondo de la inquietud de la sociedad civil. Si bien eso es cierto, también es cierto que la sociedad civil tampoco ha entendido que, si sus demandas no se canalizan a través de la estructura política, sólo terminarán como meras revueltas que no generarán ningún cambio.

    Hay muchos que prefieren ver la espectacular demostración del poder de las masas protestando en las calles, para luego reclamar por la incapacidad de los políticos para hacer caso de esas demandas. Ese es un camino tan romántico como ingenuo. Porque si de verdad se quiere lograr algo a través de esas manifestaciones, inevitablemente se debe entrar al juego político y, desde allí, manifestar la incomodidad, proponiendo alternativas para cambiar las cosas que no nos gustan. Si esas alternativas no existen, entonces hay que inventarlas y levantarlas. Pero el error que no se debe cometer es creer que solo basta con salir a la calle, porque al menos en el caso chileno, con una democracia escueta pero legítima a fin de cuentas, el poder de las masas no se demuestra en mayo, sino en octubre y diciembre, cuando el país entero se paraliza para las elecciones.

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