Es como una película de terror. Cuando llegó el terremoto a Haití, todo se vino abajo, la ciudad se oscureció y millares de personas caminaron por las calles buscando a sus familiares. Parecían zombies, los mismos que les achacan a la religión vudú.
Más de 111 mil muertos dice haber registrado el gobierno. Los organismos humanitarios dicen que son muchos más. No hay alimentos ni agua. Miles de niños deambulan por las calles, tienen hambre y están solos. Otras tantas mujeres buscan a sus hijos. Los cementerios se llenan, las fosas comunes son incontables y nadie sabe quiénes están ahí. Así es Haití después del terremoto de 7,2 grados del 12 de enero -y sus réplicas- que tuvo como epicentro un lugar apenas quince kilómetros distante de la capital que alberga a casi tres millones de habitantes.
Todo se derrumbó. Los edificios de los ministerios, el palacio de gobierno, el parlamento, los cuarteles policiales, los de la ONU y las casas de más un millón de personas. También las cárceles, desde donde huyeron bandas delictuales completas. El gobierno prácticamente no existe.
El presidente René Preval es un gobernante ausente. Recién apareció para decir que había autorizado el ingreso de más de 13 mil soldados estadounidenses, que pondrían orden en el país caribeño cuya policía está desarticulada, la misión de la ONU por varios días inmovilizada y con la ayuda internacional acumulándose en el aeropuerto sin capacidad alguna para ser distribuida.
Lo soldados de EEUU se tomaron los puntos estratégicos de la ciudad en ruina, comenzando por el aeropuerto. Desde allí dirigen sus operaciones que han sido cuestionadas en Europa y América Latina. No llegaron con alimentos ni agua. Llegaron con armas, tanques, aviones y buques de guerra. “Más perece una ocupación que una operación de paz”, dicen algunos.
Bastante de cierto hay en la afirmación. Para EEUU, Haití es un problema de seguridad nacional. La rápida asistencia de soldados estadounidenses busca impedir que se produzca un éxodo y que millares de “chaluperos” haitianos lleguen a las costas de Miami. Son desplazados sin calificación alguna- piensan en el Pentágono y el Departamento de Estado que dirige Hillary Clinton- que engrosarían las “gangas” caribeñas que viven del micro tráfico de drogas y que además, en su mayoría, son portadoras de enfermedades como el sida.
Haití ha sido muchas invadido. Su osadía de declarar el término de la esclavitud en el siglo IXX, mucho antes que cualquier país del hemisferio occidental, hasta hoy le pasa la cuenta. Los imperialistas de entonces –franceses, españoles y estadounidenses- instalaron la más brutal dinastía dictatorial, Papa Doc Duvalier y luego su hijo. Terminada la dictadura, EEUU puso y repuso gobiernos a su antojo. Sus invasiones en la década de los 90 tuvieron el respaldo de la ONU.
Cuando Jean Berdtran Aristide ganó las elecciones a mediados de los 90, EEUU y una coalición de países de América –incluido Chile- intervino militarmente para asegurar que se instale en el poder. No había Estado, las bandas tenían el control del país. La economía estaba en ruinas. Aristide incomodó a EEUU y fue depuesto. EEUU colocó en el poder a Preval.
La Misión de Paz de Naciones Unidas es el soporte de Preval. O lo era hasta el terremoto. La intervención de la ONU llevó orden a Haití, pero no resolvió los problemas de fondo: el 80 por ciento de los haitianos vive bajo el umbral de la pobreza, el analfabetismo supera el 75 por ciento, el desempleo es uno de los más altos del mundo, y el sida es la enfermedad más extendida fuera de África.
El terremoto sólo vino a agravar los problemas de Haití. Las nuevas fuerzas de ocupación se quedarán por largo tiempo intentando poner orden en un país en que pocas –por no decir ninguna- institución funciona. Según el FMI, el sismo hizo perder a Haití el 15 por ciento de su PIB, que ya era el más bajo del hemisferio occidental.
Los muertos abundan en Haití, pero mucho antes del terremoto.