Eduardo A. Chia. Abogado. Profesor Introducción al Derecho Universidad Andrés Bello. Investigador Fundación Instituto Igualdad.
Flavio Quezada. Abogado. Profesor de Derecho Administrativo Universidad de Valparaíso.
Variados estudios muestran que Chile es un país manifiestamente desigual. Esta situación no sólo se expresa en las esferas socioeconómicas, como la inicua distribución de las rentas, sino que también es posible observar otras categorías de la desigualdad. Una de ellas es la mala distribución del poder político.
En la actual discusión pública, se ha tendido a restringir el principio de igualdad al aseguramiento de condiciones materiales mínimas que permitan el ejercicio efectivo de los derechos de las personas. Así, se señala que serían exigencias de la igualdad, la creación de sistemas de educación, salud y seguridad social accesibles y de calidad.
Pero este principio es mucho más complejo. La igual consideración y tratamiento que merecen todas las personas, supuesto basal de las modernas democracias, es un valor que no resulta baladí a la hora de diseñar el sistema institucional. Muchos de los temas hoy debatidos, como el sistema electoral, los quórum de leyes, la distribución de distritos y circunscripciones y el financiamiento de las campañas políticas, no son sólo aspectos del abstracto concepto de “sistema político”, sino concretos problemas de igualdad.
En esta columna hacemos mención a una especial perspectiva de la desigualdad, a la que no se le ha dado, a nuestro juicio, la suficiente atención. Esta dimensión de la igualdad no es fútil, pues los resultados que genera son especialmente decisivos al momento de implementar medidas redistributivas: ello explica, por ejemplo, que aún cuando la inmensa mayoría del país exige educación pública, gratuita y de calidad, no se concrete en la realidad. En efecto, hay preferencias políticas que, a pesar de estar dentro del marco democrático, valen menos que otras. De ahí que sea relevante referirnos a la desigualdad política.
La igualdad política, es un valor que apela a la distribución equitativa del poder en relación al tratamiento que reciben los ciudadanos en la toma de decisiones: si todos y todas somos iguales, es evidente que cada postura política debe ser considerada tan valiosa como las demás. Por lo mismo, a la hora de decidir en asuntos políticos —ya que nadie vale más que otro— los votos no debieran ser ponderados o valorados, sino, única y exclusivamente contados. No hay otra salida consistente con dichos supuestos.
Si nos queremos tomar en serio el valor de la igualdad política, ha de preocuparnos también cuáles son las instituciones y procedimientos de ejercicio del poder público que permiten considerar a todos y todas como iguales.
Atendida dicha preocupación, en lo que viene mencionaremos brevemente, y de modo no exhaustivo, dos de las manifestaciones más preocupantes de desigualdad política; a saber: (i) la influencia desigual que el dinero tiene en los procesos políticos y (ii) la inequidad política derivada del sistema electoral binominal.
En cuanto al rol del dinero (i), éste genera consecuencias desiguales en dos niveles del proceso político. En un primer nivel, permite a algunos actores injerir en mayor medida en los procesos deliberativos propios de las campañas políticas, debido a la dispar cantidad de recursos que manejan para acceder a los medios de comunicación pública y la publicidad pagada. Lo descrito se verifica, por ejemplo, en la mayor capacidad de propaganda con que cuentan algunos agentes al momento de tratar de persuadir a los electores. Tal situación de desigualdad se acentúa aún más, cuando se consideran las reglas electorales vigentes.
En nuestra democracia el financiamiento asimétrico de las campañas políticas pasa a ocupa un rol preponderante, si no es corregido o atenuado mediante procedimientos de transparencia respecto a los orígenes de los financiamientos (preferentemente públicos). Es por esto que se hace necesario establecer reglas equitativas que generen mecanismos para la participación igualitaria de los actores en competencia. Si no se efectúa, la disparidad de dinero de los agentes generará graves asimetrías de participación política e influencia en los procesos deliberativos previos a las acciones políticas y la toma de decisiones determinantes. De ahí que se genere una competencia política desigual, que se refleja en el privilegio que obtienen los agentes políticos más acaudalados para hacer presente sus voces por sobre las de los competidores más precarios y con menos poder de influencia.
El siguiente nivel de desigualdad política que genera el dinero en política, es una deriva necesaria de la anomalía antes expuesta. Ésta se origina una vez que el representante fue electo, y no es otra cosa que el riesgo de su cooptación por parte de sus financistas. Aquello es problemático pues conlleva un condicionamiento de la sensibilidad del representante ante los intereses de los actores que influyeron, mediante el uso del dinero, en la propaganda del sujeto elegido. Este efecto es complejo de percibir y de probar en la práctica política. No obstante, sus secuelas son peligrosas para el proceso político, pues desplaza la focalización de interés general de la política, hacia el interés puramente privado y privilegiado, dando ventajas injustas en la satisfacción de intereses a quienes poseen más dinero. La traducción de este hecho se manifiesta de la siguiente manera: la voluntad de uno (el financista) podría valer lo mismo que la de muchos miles (electores).
La segunda dificultad que afecta la igualdad política es manifiesta y debe ser corregida a la brevedad (ii). Esto significa que de manera necesaria debe revisarse, por completo, el sistema electoral vigente, ya que constituye uno de los más graves atentados a la igualdad política. Esto es así porque, considerado en abstracto, la suma total de votos no se contabiliza al momento de determinar la lista ganadora de la elección sino que se ponderan, convirtiendo un 33% de los votos equivalente al 66% de éstos. En sencillo: quienes voten por una opción que obtenga el 65% de las preferencias serán menos valiosos que aquellos que opten por la que obtuvo el 35% de ellas, ya que se igualan. Es cuestión de simple aritmética: de un universo de 100 votos, 65 de ellos equivalen a 35 (pues ambas listas en competencia escogen un representante). Tal es el corolario que pone en evidencia la regla de doblaje que contiene el sistema en cuestión. De ahí que sea apremiante para las pretensiones igualitarias en materia política reemplazar este modelo electoral.
Además de lo antes dicho, el sistema electoral binominal excluye del debate y de la representación a todas aquellas preferencias que no adhieren a los bloques políticos hegemónicos. Esto deviene en consecuencias en la igualdad política, en la medida que genera un efecto excluyente injustificado que priva de espacio deliberativo a los intereses de quienes, no siendo necesariamente minorías, se encuentran infrarrepresentados en el Parlamento debido a la estructura excluyente del sistema binominal.
Pero no sólo es conflictiva la cuestión del modelo electoral. También encontramos inequidades en el principio formal distributivo de los electores. Todos sabemos que aquél se satisface con la idea de “una persona, un voto”, siendo un hito histórico significativo para la democracia y la igualdad política, porque implica que el voto de un magnate tiene el mismo valor que el voto de un menesteroso, participando ambos de igual manera en el proceso político. No obstante, dado que la división de las circunscripciones y distritos imperante en Chile es desigual, no respondiendo a ningún parámetro razonable, los votos de algunas personas valen más que otras en términos de representatividad.
Esto es así, porque el voto del elector de la Circunscripción de Magallanes vale más, en tanto representatividad, que el voto de un sujeto perteneciente a la Circunscripción Santiago-Oriente. Por ejemplo (tomando datos del SERVEL), en la circunscripción Santiago-Oriente, visto en abstracto, un senador representa a 751.481 electores y en la circunscripción de Magallanes otro senador representa a 45.004 electores. La consecuencia inicua que podría generarse, es que al momento de votarse en el Parlamento una ley controvertida, los intereses de 45.004 electores podrían vetar los intereses de 751.481 electores, lo cual es claramente desproporcionado. En derecho comparado, se toleran ciertos niveles de desigualdad en la medida que la diferenciación de representatividad responda a estándares razonables de proporcionalidad que normalmente responden a fundamentos de homogeneidad social. La variable existente en Chile es altamente desproporcionada, pues la correlación del principio “una persona, un voto” puede alterarse al punto de llegar a ser 15 veces mayor el impacto del voto de una persona en una circunscripción que en otra, lo cual podría ser razonable únicamente en formas de Estado federales.
En definitiva, las consideraciones antes expuestas denotan la necesidad apremiante de reformar ciertas instituciones políticas que generan desigual tratamiento a las mayorías. En tal sentido, quien quiera liderar un proyecto democratizador debe, por sobre todo, enfrentar estas desigualdades estructurales del sistema político. Es de esperar que el fortalecimiento del principio de igualdad se extienda a la corrección de estas desigualdades, las cuales, como acabamos de presentar, irradian el sistema político en su conjunto y entorpecen la posibilidad de materialización de transformaciones significativas que impulse la mayoría.
Nota. Una versión previa y menos acabada de este texto fue publicado antes en Resquicios Legales (Grupo de Valdivia) [Available at] <http://resquicioslegales.wordpress.com/2013/04/27/acerca-de-la-desigualdad-politica/>
Artículo Publicado originalmente en la Revista de Derechos Humanos de la UDP.