La política -tal como fue concebida por los griegos- es el cuestionamiento explícito de la institucionalidad establecida. Comienza por sostener que las instituciones no tienen nada de “natural” o “sagrado” y termina por afirmar que son el resultado del poder explícito de una época histórica, en un lugar determinado.
Las ciudades griegas sufrieron también de regímenes oligárquicos y tiránicos, pero lo que ha perdurado como lección de humanidad es la fuerza de su movimiento democrático, en especial el de Atenas de los siglos VI y V AC. Ellos inventaron que el pensar es una actividad que los ciudadanos pueden hacer en un espacio público. Allí se cuestionó la verdad instituida -sobre todo sus propios mitos- donde la filosofía democrática jugó un rol destacado.
Todo esto se debió, según Castoriadis, a la audacia de la revolución encabezada por Clístenes, que tuvo el valor y la compañía suficiente para reorganizar el poder tradicional “en vistas a una participación igualitaria y equilibrada de todos en el poder político”. Luego vino la exigencia de la filosofía: “si queremos ser libres nadie puede decirnos lo que debemos pensar”.
Pasaron más de veinte siglos para que los ciudadanos franceses volvieran a tomar la palabra a través de una Revolución, y pusieran en el espacio público los derechos del hombre, junto con guillotinar la cabeza de su Rey. A partir de ese momento, el movimiento democrático moderno se esparció primero por Europa y luego por el mundo. Sufrió aplastantes derrotas, empezando por Napoleón que edificó una Francia imperial y desató una contra reacción conservadora encabezada por los principales Estados monárquicos europeos, congregados en la Viena de 1815.
Pero el movimiento democrático persistió y vivió fugaces momentos de gloria a través del siglo XIX, una época que los historiadores la caracterizan por el auge de los nacionalismos, a la par con el imperialismo colonial. Aunque también fuese un siglo en que la democracia de los “propietarios” fue interpelada por la “cuestión social” que dio paso a las organizaciones obreras y empezó a recorrer Europa el fantasma del comunismo.
En Occidente, solo después de la II Guerra Mundial, la democracia comenzó a tomar un nuevo impulso en los distintos países que se integraron en las Naciones Unidas. En Chile se otorgó derecho a voto a las mujeres en 1949. Los negros norteamericanos tuvieron que dar una lucha social en los 60 para la consecución de derechos igualitarios a los blancos. Mientras tanto, Latinoamérica perdió sus gobernantes democráticos en manos de dictaduras militares.
Solo a comienzos de los 90, con la caída del muro berlinés, se comenzó a vivir un renacimiento democrático en la región y el mundo, sin precedentes, que en nuestro país coincide con el comienzo de la Transición. Aunque en el mundo lo más importante fuera la implosión de la Unión Soviética, que tuvo consecuencias relevantes para Europa y Asia. Emergió un mundo con nuevos países sin tradición democrática, no sin luchas internas, pero en cuya agenda era decisivo un camino hacia la democracia.
También los países islámicos han protagonizado revueltas de diferente magnitud para acabar con los regímenes despóticos que han gobernado por siglos a esos pueblos. La cruenta guerra civil siria es un recordatorio de las dificultades para cambiar las instituciones en esos países.
Hoy día no hay lugar en el mundo donde no haya política. Y cuando hay política existe la democracia, la libertad de opinión y el derecho al desacuerdo sin esperar sanciones por las mismas. En un sentido moral, la política sigue siendo el cuestionamiento de las instituciones. Como lo expresa muy bien el debate europeo actual respecto de sus instituciones comunitarias.
En Chile, el cuestionamiento de las instituciones alcanza la propia Constitución, considerada legal, pero no legítima por vastos sectores. El sistema electoral que favorece a una minoría rica y poderosa y el Congreso que mantiene “quórums” dominantes, que hacen de la minoría un veto permanente a los cambios.
Entre los auténticos demócratas no puede haber dudas con el incremento de la participación ciudadana. Las elecciones primarias son claves si la estrategia opositora ha de comenzar por reafirmar la supremacía de la política democrática por sobre la economía. Y especialmente de autoridades legítimas, como una expresión del mayoritario interés público. Esto es precisamente lo que nuestras actuales instituciones no pueden garantizar y por eso son cuestionadas. Tal como lo griegos hacían con las suyas.
Lo que se necesita es un camino realista para edificar una democracia sólida, que discuta con franqueza una mayor redistribución de la riqueza producida por el país, entendido como una obra colectiva. En el Chile del futuro es la variedad o el tipo de capitalismo lo que está en juego y el grado en que los gobiernos deberían ayudar a las sociedades a adaptarse al cambio, es lo crucial.