La ex presidenta y hoy candidata Michelle Bachelet tiene el doble desafío de ganar una elección y luego gobernar y no desilusionar. Ganar una elección es siempre difícil, pero no menos lo es poder hacer un gobierno que no defraude las enormes expectativas de cambio que hoy en día existen en el país.
Lo normal en una democracia es hacer un conjunto de promesas durante la campaña y luego ganar las elecciones e intentar cumplirlas. El bloqueo institucional – esa “jaula de hierro” del binominalismo y de los inalcanzables quórums de 4/7- impide o hace muy difícil, en nuestro país, que un Presidente cuente con una mayoría parlamentaria suficiente para realizar su programa si este contempla transformaciones sustantivas.
Tal vez una campaña como la de Bachelet más que hacer promesas debiera establecer compromisos. Puede parecer una sutileza semántica intrascendente, pero uno promete lo que depende solo de sí mismo cumplir, mientras que los compromisos, aunque encierran la misma voluntad de ser cumplidos, advierten de las dificultades de poder hacerlo. No se trata del clásico y a veces sospechoso “parche antes de la herida” –también el binominalismo y la opacidad parlamentaria asociada a este se ha usado para simplemente incumplir lo prometido- sino de un acto de sinceramiento político frente a un sistema político estructuralmente bloqueado y en el cual ya está inscrita, en muchas leyes claves, una “mayoría” anterior a la soberanía popular.
El problema de un eventual gobierno de Bachelet no es solo definir un conjunto de propuestas programáticas, sino construir una estrategia que permita llevarlas a cabo. Lo otro es volver a gobernar desde un posibilismo rasante que termina por desfigurar, hasta volver irreconocibles, las propias ideas, valores e identidad. Y al final, ya se sabe, “la máscara se convierte en el rostro”, como diría Yourcenar.
Tratar de intervenir hoy en la realidad pasa, a lo menos, por dos factores bien concretos: por un lado, construir una lista parlamentaria altamente competitiva apostando todo a ese desconocido e incierto nuevo padrón electoral y, por otro lado, establecer una alianza con, y apoyarse en, esa sociedad más organizada y movilizada que ha emergido en los últimos años, particularmente a partir de 2011.
Lo primero significa construir una lista parlamentaria que incluya a todos los sectores sociales y políticos que estén por poner fin al sistema binominal, respetando los procesos de autonomía que reclaman diversos sectores, particularmente de la generación joven que desconfía del entramado político y partidario actual. La lista parlamentaria es el lugar donde debiera comenzar a fraguarse esa “nueva mayoría política y social” de la que se ha venido hablando.
Lo segundo es que, esta vez, se debe gobernar en sintonía con la voz y las energías que vienen de “la calle”. No se trata de hacer todo lo que allí se dice y se murmura, pero sí de construir una nueva relación de confianza. La sociedad debiera poder percibir que los cambios también dependen de ella. Gobernar sin desilusionar, en estos tiempos, quizás dependa, más que de realizar grandes ofertas de campaña, de intentar construir una relación radicalmente veraz con la ciudadanía.