Juan Moscoso del Prado , Fundación Ideas, PSOE.
Europa es lo más parecido que hay a la socialdemocracia. Incluso, Europa es socialdemocracia. Se podría replicar que la construcción europea fue un éxito conjunto de democristianos y socialdemócratas, con los primeros al frente de más gobiernos durante las décadas iniciales de postguerra. Pero no es menos cierto que aquellos viejos cristianodemócratas, humanistas democráticos con sentimiento social, han sido reemplazados por agrios conservadores hijos de la revolución neoconservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, y que cuentan con nuevos amigos en su propio seno o a su derecha, ya sean viejos y siniestros conocidos europeos como hemos visto en Grecia, o una derecha fundamentalista y ultraconservadora a imagen de la que en Estados Unidos se autodenomina Tea Party. Una derecha que la profunda crisis económica y social que estamos viviendo está poniendo en evidencia, demostrando lo poco tiene que ver con la que contribuyó a construir el Estado del bienestar europeo. Mientras, por contra, la socialdemocracia sigue manteniendo intactos los principios y valores de entonces, convertida, como decía Tony Judt, en la prosa de la política europea contemporánea, lo cual constituye su principal problema, su éxito sin épica.
La combinación de crisis económica y supuesta crisis de la socialdemocracia nos obliga a responder con valentía. La izquierda no supo reaccionar con determinación a la crisis financiera de 2008. Esta crisis ofrece la oportunidad de quitarnos de encima las complicadas y vacuas definiciones acuñadas por la Tercera Vía de Tony Blair en su intento de construir un pensamiento progresista compatible con la desregulación financiera y con la globalización en un marco neoliberal. Un camino que solo sirvió para distribuir, y hacerlo de esa manera, la riqueza creada en unos años de prosperidad insostenible.
Vivimos tiempos de crisis social, de pérdida de calidad de vida y bienestar, de voladura controlada del sistema de igualdad de oportunidades que tanto costó construir, de abandono de la sanidad y educación públicas, de paro desbocado. Tiempos de inseguridad e incertidumbre en los que a pesar del indecente espectáculo protagonizado por el sistema financiero y sus gestores, los mercados han logrado imponer políticas sin debate democrático alguno con el fin de rescatar al sector financiero del desastre provocado por la desregulación que antes logró imponer.
Las consecuencias de esta crisis demuestran que nunca como en estos años había estado la política tan sometida a los intereses económicos de unos pocos. Este sometimiento ha provocado la mayor crisis de la construcción europea desde su creación porque Europa es justamente lo contrario, el sometimiento de la economía a un fin político, la convivencia democrática en libertad bajo nuestro modelo de bienestar social. Tras la Segunda Guerra Mundial Europa puso la economía —el carbón y el acero primero, el mercado común después, el euro…— al servicio de un gran sueño. Y esta crisis provocada por la desregulación ha puesto todos los sueños políticos, ciudadanos y de convivencia al servicio de un paradigma económico injusto e insostenible.
La combinación de crisis económica y una derecha más alejada que nunca de los valores humanistas de la Ilustración como apunta Tzvetan Todorov, ofrece una oportunidad irrepetible a la izquierda europea para construir una alternativa creíble. Un inmenso reto porque en la práctica, salvo honrosas excepciones, socialdemocracia solo ha habido en Europa. Pero las cosas han cambiado también fuera de Europa, y mucho. Dani Rodrik en su famosa paradoja señala la imposibilidad de conciliar tres elementos: democracia, soberanía nacional y globalización, teniendo que optar como máximo por dos. Las dos primeras conducen al aislamiento y la autarquía. Las dos segundas, ¿a China? Si apostamos por la primera y la última, democracia y globalización, debemos convertir esta globalización en el campo natural de actuación de nuestra imperfecta Europa, reubicando en Europa la soberanía perdida.
Esa alternativa exige, no obstante, tomarse en serio de una vez por todas el proyecto de construcción europea, y hacerlo tomando decisiones que lo transformen. Hay que asumir que una Europa de 27+1 miembros puede conducir rápidamente a un proceso de geometría variable en el que solo unos pocos Estados profundicen en todo aquello imprescindible para volver a poner la economía al servicio de los ciudadanos.
En el ámbito económico, la Unión Europea y más aún los países que conforman el euro, deben ser capaces de cerrar el deficiente diseño de lo que solo es una unión monetaria. Armonización fiscal con impuestos y tipos marginales equiparables, un mecanismo de mutualización y solidaridad financiera y de la deuda como en cualquier unión federal, un presupuesto europeo eficaz y transparente, recursos propios —tasa sobre transacciones financieras—, un BCE comprometido con el crecimiento y el empleo, y una regulación y supervisión bancaria con garantías. La política económica de dimensión europea está obligada a concentrar sus esfuerzos en educación e I+D+i, política industrial y energética, y a hacerlo desde la doble perspectiva de la sostenibilidad tanto social como medioambiental. Exactamente lo contrario de lo que el Gobierno español está eligiendo como camino. Un Gobierno que confunde errores propios con incomprensión europea como siempre ha hecho la derecha en nuestro país.
El Parlamento Europeo debe ser la sede del control político de todas las políticas comunes. Los socialistas nos tenemos que comprometer a presentar un candidato único a presidente de la Comisión en las próximas elecciones europeas para evitar el fiasco Barroso de 2009. Para ello, antes debemos convertir el partido de los Socialistas Europeos (PSE) en un verdadero partido político. Un PSE volcado en la propuesta de políticas de dimensión europea destinadas a impulsar el crecimiento y el empleo, reducir las desigualdades y desequilibrios económicos, sociales y regionales, y convertir el modelo social europeo en seña de identidad y garantía de éxito y competitividad. La estructura de bienestar social europea debe comunitarizarse, más aun ahora que la derecha comienza a asumir la inevitabilidad de propuestas socialdemócratas en lo fiscal —unión fiscal, eurobonos— y financiero —unión bancaria, dicen ahora—. Pues bien, en lo social también.
En el ámbito institucional debemos vencer la resaca soberanista que amenaza Europa, y hacerlo reformando sus instituciones para dotarlas de verdadera esencia democrática y de capacidad de control ciudadano, oponiéndonos a su vez a cualquier retroceso. No tiene sentido suspender Schengen cada vez que se organiza una cumbre financiera en una ciudad importante. Las libertades fundamentales europeas no deben ser condicionales. O somos europeos o no lo somos.
Por último, debemos seguir profundizando en la construcción de la ciudadanía europea, más aun hoy en día en el que vivimos en una sociedad multiidentitaria de vocación laica en la que cada uno tiene derecho a sentir muchas cosas a la vez. Probablemente tengamos que aligerar nuestros problemas lingüísticos priorizando el inglés como segunda lengua comunitaria y vía de comunicación común. Europa debe garantizar la última instancia judicial no sólo en derechos y libertades fundamentales como hace ahora en la institución hermana de la Unión, el Consejo de Europa en Estrasburgo, sino también en derechos económicos y sociales.
La socialdemocracia tiene que lograr que su actuación en Europa sea coherente con los objetivos últimos de construcción de una Europa federal, de una verdadera unión política con todas sus consecuencias como un servicio exterior y un ejército europeo donde se comparta, básicamente, todo. La construcción de una Europa unida y el sueño socialdemócrata de una sociedad democrática, justa y próspera han sido los motores políticos de nuestros últimos cien años. Europa será socialdemócrata o no será.