¿Significa esto que debemos dejar a un lado las identidades nacionales para pasar a verlas como una mera construcción discursiva de grupos dominantes? Por el contrario. Estas nociones deben llevarnos a entender la nación como un “campo en disputa”, una forma de identidad que está constantemente redefiniéndose y que en cada momento es entendida de manera distinta por quienes la comparten. Se vuelve necesario asumir que la labor de definir la nación es una lucha política, en que se enfrentan definiciones sobre quienes queremos ser colectivamente.
«Nunca separé la República de las ideas de justicia social, sin la que sólo es una palabra.»
Jean Jaurès, 1887
“Nada que celebrar”: ese ha sido el eslogan con que diversos sectores han encarado este bicentenario. Ciertamente no es un planteamiento que pueda llegar a tener arrastre popular. Es más, quizás muchos de quienes lo defienden se volcarán clandestinamente a disfrutar algunas de las diversiones expansivas propias de estas festividades. Sin embargo, lo preocupante es que quienes usualmente hacen estos enunciados son los sectores que manifiestan más ansias de transformación social y se muestran más disconformes con el orden imperante.
A primera vista podría parecer lógico que los sectores inconformistas, críticos ante la ortodoxia neoliberal y conservadora se manifiesten contrarios a las identidades nacionales. A estas alturas ningún intelectual medianamente preparado pondrá en duda que las naciones son entidades históricas, con una data moderna la mayoría de las veces, y que derivan de construcciones socioculturales en que han confluido procesos históricos “espontáneos” con afanes deliberados de homogenización cultural impuestos por grupos dominantes. Como ha señalado Benedict Anderson, las identidades nacionales generan lazos de unión con otras personas que no conocemos y con quienes no hemos tenido vínculos copresenciales, tal como en algún momento lo hicieron otras formas de comunidades imaginadas, como las religiones universales y las lealtades dinásticas. Por lo mismo, las tradiciones que los nacionalismos levantan como inmemoriales o incluso como parte de una esencia permanente, son la mayoría de las veces “invenciones” recientes.
¿Significa esto que debemos dejar a un lado las identidades nacionales para pasar a verlas como una mera construcción discursiva de grupos dominantes?
Por el contrario. Estas nociones deben llevarnos a entender la nación como un “campo en disputa”, una forma de identidad que esta constantemente redefiniéndose y que en cada momento es entendida de manera distinta por quienes la comparten. Se vuelve necesario asumir que la labor de definir la nación es una lucha política, en que se enfrentan definiciones sobre quienes queremos ser colectivamente.
Esto se vuelve especialmente necesario en el marco de sociedades nacionales, donde la identidad nacional surgió al alero de la identidad republicana. En efecto, no es de extrañar que en la “era de las revoluciones democráticas”, tanto en las revoluciones estadounidense, holandesa, francesa e hispanoamericanas, los “partidos” promotores de la república y el constitucionalismo liberal hayan sido llamados patriotas. Patria y república, identidad nacional y lealtad a la comunidad política, eran virtualmente sinónimos. Basta pensar en la figura de un Carlos Spano, español peninsular quien murió como ciudadano chileno defendiendo la plaza de Talca ante el avance de las tropas realistas o un Thomas Paine, Inglés que terminó transformado en uno de los ideólogos radicales de la independencia de Estados Unidos. Como vemos, la nacionalidad no estaba definida por “esencias” culturales sino por la adhesión a un corpus de deberes y derechos cívicos.
Es en este sentido, que las corrientes inconformistas, que se cuestionan el orden social, no pueden marginarse de esta identidad, ni menos dejar que sea monopolizada por el mundo conservador. La apelación a una noción de identidad nacional republicana aporta un sentido de comunidad, que implica deberes y derechos recíprocos entre sus ciudadanos, e impone el ideal de anteponer el bien de la comunidad por sobre los intereses personales. Dichos corpus ideológico, claramente utópico, no solo impone prescripciones sobre las formas de gobierno a adoptar, sino que también un ideal ético que choca con el individualismo utilitarista. Abandonar dicho ideal es renunciar a la posibilidad de ver la política como un instrumento de transformación social y es diluir la noción de la ciudadanía en demandas de movimientos sociales inorgánicos, aislados y sin sentido de totalidad.
Excelente artÃculo. Me parece de suma importancia destacar la visión reflexiva que significa este bicentenario. Tal como J. Fernandez señaló aquÃ, la identidad nacional chilena, conformada en gran medidad por los intereses de la elite dominante amparada en el Estado, expresa un conflicto en función de su intento por redefinirse en el marco de las transformaciones sociales y politicas que el mundo y el paÃs experimentan.
Con todo, el caso chileno permite un analisis potente sobre la materia.
Excelente columna. Efectivamente, a quienes nos preocupa la construccion de una sociedad mas libre, igualitaria y justa debiera interesarnos la idea de nacion y no dejarla en manos de los conservadores