Por Fredy Cancino, en El Mostrador
Hay más de una manera de conocer las preferencias de la gente en sus consumos, opiniones y, por supuesto, en sus opciones políticas. Algunas son al “ojímetro”, escuchando conversaciones de familia, clubes, de bar o del infaltable taxista (o Uber) parlanchín. En esto funciona el olfato o la intuición (rara cualidad), que para algunos es material suficiente para sustentar –y defender– sus diagnósticos personales. Otra forma es nutrirse de las noticias de las pantallas, grandes y pequeñas, que inundan nuestras vidas. Provienen de los medios periodísticos o de los grupos de las redes sociales que bombardean a través de los celulares (según el INE, existen más de 33 millones operando en el Chile actual). Esta última vía tiene una relevante falla: son canales casi (subrayo el casi) siempre interesados en inclinar la balanza a favor de sus particulares puntos de vista. ¿O no?
No obstante estas limitaciones, hay un método que personalmente prefiero: las encuestas. Es lo que más se aproxima al enfoque científico de la manera de conocer qué opina o desea la gente. Para ello se recurre esencialmente a la sociología y a la estadística, ambas respetables disciplinas del saber humano. Pero las encuestas no son infalibles y no sustituyen el momento real en que las personas optan por una u otra cosa, acción o decisión que llenan la vida humana.
Particularmente me refiero a las encuestas políticas, aquellas que sondean la intención de voto de los ciudadanos. Y más particularmente aún, a la evaluación de los presidenciables de Chile, a 19 meses de la próxima elección. Hace más de un año hay tres infaltables figuras: Evelyn Mathei, José Antonio Kast y Michelle Bachelet, en ese orden de llegada, con Mathei que no se despega del primer lugar. Bastante más atrás de los tres primeros, aparecen personajes que salen, entran y vuelven a salir.
Por afición al método comparativo, echamos una mirada a las encuestas previas (de dos antes) de anteriores elecciones presidenciales de Chile. ¿Qué decían esas encuestas?
Veamos.
En 2011, dos años antes de la elección de M. Bachelet (2013), una encuesta CEP –considerada una de las más confiables– colocaba al ministro de Piñera, Laurence Golborne, con un 71% de aprobación, luego a la senadora Soledad Alvear con 46%, después Carolina Tohá con un 44% y Andrés Velasco con 42%.
En 2015, antes de la elección de S. Piñera II (2017), la encuesta CEP situaba a Marcos Enríquez-Ominami como el político mejor evaluado con un 42%, le seguía la senadora Isabel Allende con 41%, Ricardo Lagos Weber y Giorgio Jackson, ambos con 40%.
En junio 2919, antes de la elección de G. Boric (2021), siempre una encuesta CEP arrojó la primera valoración para Joaquín Lavín con un 56%, le seguían M. Bachelet y el senador M. J. Ossandón con 38%, luego Marcela Cubillos y G. Jackson con 36%, y más atrás la entonces alcaldesa de Maipú Cathy Barriga con un 35% de opinión positiva.
Esas eran las imágenes de valoración de políticos antes de las tres elecciones presidenciales anteriores. Como se recordará, el resultado de las tres elecciones presidenciales fue bien distinto a las proyecciones de esos años. ¿Qué falló?
Primeramente, las encuestas son siempre imágenes del momento y sus circunstancias, lo que, especialmente en estos tiempos veloces, cambian según variados factores: un suceso imprevisto puede elevar o derrumbar a un político, una estrategia y un marketing brillante pueden construir un líder (o bien destruirlo), la presencia e imagen positiva de una personalidad pública (no solo política), sostenida y persistente en el tiempo, puede forjar a un presidenciable en el imaginario colectivo. Tampoco olvidemos los aspectos metodológicos de las encuestas: preguntas abiertas (para respuestas espontáneas) o cerradas en torno a nombres fijos (respuestas con alternativas), universo encuestado, canales (cara a cara, telefónico u online); margen de error (generalmente indicado en el propio sondeo); y porcentaje de indecisos (no sabe, no responde), que son la sorpresa escondida de último momento. En promedio, uno de cada diez electores decide su voto el mismo día de la elección.
Por otra parte, el exceso de sondeos parece ser cada vez más un instrumento de orientación del consenso, más que de medición del mismo. Poniendo en relieve –con persistente ritmo– la agenda de las prioridades y preferencias ciudadanas, se contribuye en cierto modo a imponer opciones. En mi opinión, se parece a otra forma de puesta en escena de la política, esta vez en modo de pronósticos del futuro, aunque no inmediato en el caso de los presidenciables de Chile. Y cuando se vaticina el futuro, se abre un inconsciente proceso de convencimiento general, aunque la encuesta no prevea más que proyecciones tentativas que deberán hacer las cuentas con la realidad y los accidentes en el devenir político sucesivo.
Los políticos a menudo critican las encuestas, acusadas de influenciar el debate y que son solo “fotografías del momento”, pero cuando son favorables a unos u otros, se impone el silencio o la abierta celebración. Por ello, los sondeos políticos han de tomarse con la cautela de la razón y el soporte de la duda. Cuando hablo de duda, no entiendo endilgar acusaciones simplistas de manipulación de datos (confío en la seriedad y ética de consolidadas agencias de medición de nuestro país), sino de asumir las encuestas como tendencias y no como profecías.