La lucha es larga

por  en El Mostrador

Muchas de las mujeres y de los hombres que entraron a militar en los partidos de izquierda en la década de los 60 del siglo pasado, bebían de la idea de que el capitalismo era un sistema en crisis y en decadencia económica y moral, y que la caída de ese sistema era una tarea que estaba a la orden del día de la generación que ellos representaban. Había que someter al sistema a todo tipo de desgastes y de tensiones y aportar cada uno una cuota de esfuerzos y de sacrificios para acelerar esa caída, que era un mandato de la historia.

A toda esa visión romántica y optimista contribuían los éxitos –reales o ficticios– de la Unión Soviética, que avanzaba aceleradamente en el plano económico y tecnológico y que se suponía construía una sociedad más justa y más solidaria, sin las crisis periódicas que exhibía el sistema capitalista. Entre otras cosas, la Unión Soviética había maravillado al mundo al poner en órbita el primer satélite artificial alrededor del planeta, a lo cual siguió rápidamente la puesta en órbita, y su regreso a tierra, de un primer perro, un primer hombre y una primera mujer, con todo lo cual se daba inicio a una nueva era en la historia de la humanidad.

También el proceso de descolonización de los países de África y de Asia –que dio origen a decenas de nuevos países y de millones de hombres que surgían como ciudadanos del mundo– contribuía a reforzar la idea de que el sistema capitalista estaba en crisis y que bastaba un buen empujón para que se viniera abajo. Los jóvenes de ese entonces abrazados al deseo de terminar con las injusticias de ese presente y de construir un mundo nuevo, tenían razones como para pensar que el mundo caminaba aceleradamente en esa dirección.

Pero las cosas no han marchado en esa forma. El sistema capitalista siguió su marcha, aun con todas las transformaciones económicas y políticas que son propias de toda sociedad en movimiento, y ahora es más difícil pensar que es posible transformar el mundo de la noche a la mañana, tanto porque no se ve posible hacer eso en el limitado marco de un solo país, como porque dentro de cada país las estructuras económicas y políticas han mostrado una mayor resistencia al cambio que la que se visualizaba antaño.

El deseo vehemente de construir una sociedad más justa, más libre y solidaria se renueva y late en los corazones y en las mentes de cada nueva generación, pero la historia parece señalar que la construcción de una nueva sociedad no puede ser fruto de una acción rápida y radical, que ponga término al sistema imperante y nos abra a todos las puertas del paraíso. La juvenil ilusión de creer que uno se la sabe todas, y que el cambio nos espera a la vuelta de la esquina, siempre que cambien los viejos protagonistas por otros nuevos, hay que procesarla a la luz de la historia de los últimos 60 años, por lo menos.

De toda esa trayectoria no podemos menos que sacar la conclusión de que la lucha, para que tenga efectos, debe concebirse como una lucha larga, prácticamente de toda una vida o incluso más –y que no se trata, por lo tanto, de una lucha que se resuelva de una vez y para siempre en un par de batallas–. Es, además, una lucha en la cual no se avanza en forma lineal y siempre ascendente, sino que hay avances y retrocesos, y a lo largo de la cual hay que tener siempre presente el mundo en que se sueña, avanzando hacia él, aun cuando sea milímetro a milímetro. Pero el avance no es un problema personal, sino que un problema de muchos, pues en democracia solo las mayorías pueden hacer la historia y, por lo tanto, las vicisitudes de la vida política hay que analizarlas y valorarlas no en función de si se ganó o se perdió una batalla, sino en función de si el movimiento en su conjunto sale o no fortalecido.

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