Bordes constitucionales

Por Cristian Sanhueza, Programa Indígena Instituto Igualdad.

Luego del resultado del 4 de septiembre, las fuerzas políticas institucionalizadas en partidos políticos y autoridades recogieron el guante de un nuevo proceso constituyente. Lo que quedó no fue el apruebo ni el rechazo, sino lo que inició todo esto: cambiar –efectivamente– la actual constitución. Existe un consenso aparente en que fue el texto propuesto el que no logró conectar con la voluntad del país, sin perjuicio que haya razones para sostener que el proceso fue democrático y, por tanto, un hito en la historia del país. Aún así, persistimos. Dicho de otro modo, la hipótesis de una nueva constitución no se ha acabado, continúa. La idea que Chile requiere de un entramado constitucional distinto para abordar el futuro sigue presente.

Una de las conclusiones del proceso pasado fue que el cómo se escribe una constitución también es relevante para el resultado final. Lo paradójico es que esto mismo tampoco es una garantía de éxito. Es decir, la composición del órgano, la calidad de sus integrantes, entre otras cuestiones similares, no constituyen a priori certezas que su resultado será necesariamente acorde a las voluntades de un(os) pueblo(s). Es probable que el capital cultural y político que ostente una persona integrante de un órgano constituyente se acerque más a la idea de la capacidad necesaria para generar un producto, un texto constitucional, acorde a las expectativas de las mayorías. Sin embargo, en última instancia el match entre el texto y la voluntad general –rememorando a Rousseau– solo lo garantiza la ratificación popular. En ello reside lo político de la función de un órgano constituyente: el dar con las ideas que anuden los imaginarios colectivos. 

Sin embargo, actualmente en la discusión sobre el inicio de nuevo proceso (que ya no sería nuevo, pues es la continuidad de un momento constitucional persistente), aparece una correlación impropia que enlaza el texto rechazado con la integración del órgano. Una suerte de concentración en ciertos arquetipos –por no decir rostros– que estarían ligados a los contenidos que motivaron el resultado. De algún modo, un discurso que busca fijar responsables vinculados al fracaso de ciertos tópicos (v. gr. plurinacionalidad, sistema político, entre otros) que se deberían evitar de antemano, cuestión de aumentar las probabilidades de lograr la tarea de cambiar la constitución vigente. Una antesala de los imaginarios que sabemos han de ser confirmados popularmente. 

Últimamente han surgido propuestas que abordan tanto condiciones procesales como sustantivas de –llamémoslo– un segundo proceso. Tanto desde el Congreso como de los partidos políticos, en general se han enarbolado aspectos que giran en torno a la exigencia de plebiscito de entrada y/o salida, la integración o no de escaños reservados indígena y contenidos jurídicos, tales como la vida, la unidad del estado (y la nación), la división de poderes, entre otras. Una suerte de lista de supermercado de la democracia. En este sentido, los bordes constitucionales como están siendo planteados, es decir, cual pauta de contenidos, parecen más bien un encargo que un mandato popular; una partitura a seguir más que una obra a crear; se trataría más bien de un remake constitucional que un estreno original, y sobre esto ya conocemos el dicho: “primero como tragedia, después como farsa”. 

En parte, lo nuevo se liga con lo antiguo. No todo lo antiguo es malo, así como no todo lo nuevo es bueno. Los acontecimientos sociales no implican un borrón y cuenta nueva, lo que algunos pretendieron asimilar a la idea de hoja en blanco. Y evitar esa circunstancia, la de olvidar que estamos parados sobre las ruinas del ayer en el presente, no debe ser motivo para restringir el compuesto democrático de la conformación de un órgano constituyente ni la de proteger ciertos contenidos, al margen de aquellos que por su naturaleza son el resultado de un avance civilizatorio (v. gr. los derechos humanos). De manera tal que el desafío del segundo proceso constituyente, si es que este aspira a ser algo distinto a un simulacro, a una simulación constitucional, es abrirse a la incertidumbre de la política manteniendo las lealtades que estén comprometidas. 

Así, es de suma relevancia que el futuro órgano cuente con representatividad de los pueblos indígenas que garantice su representación, indistintamente al guarismo que con este se exprese, siempre garantizando la participación de los 10 pueblos, o sea, al menos, 10 escaños. Asimismo, resulta crucial considerar los derechos humanos como piso transversal de los contenidos constitucionales, cuestión de proyectar una sintonía mínima del texto. Por último, me parece relevante para la historia democrática de Chile que un segundo proceso constituyente termine con un plebiscito de salida con participación obligatoria, más allá de las consideraciones binarias que dan cuenta de las dificultades de una decisión múltiple (una constitución, pero muchos artículos) y del alcance de las campañas que suscitan una u otra posición al respecto. Sin embargo, hay que abandonar la idea de tutelar el proceso constitucional estableciendo exclusión de participantes y censura de contenidos, pues, de democracias protegidas ya conocemos. La disputa por los bordes constitucionales termina siendo una simulación del debate constitucional que debe dar el órgano que se mandata para ello, lo que termina por asfixiar la capacidad creativa de esta instancia, la que, ciertamente, debe ofrecer un texto que nos permita dejar atrás la constitución dictatorial y continuar con la historia democrática de estas tierras. 

La apuesta en este caso sigue siendo la misma: el pueblo es sabio y no se equivoca. De modo que el resultado de un segundo proceso constituyente no depende de los bordes constitucionales que se pretendan establecer, ya que ninguno en sí garantiza el resultado, sino más bien de los emblemas que en este se resguarden. El éxito de una futura propuesta constitucional, por tanto, depende de cuán capaces seamos de inscribir en una constitución los contenidos universales que agrupan a las mayorías y no particularidades que terminan por separar las voluntades y, con ello, desperdigar lo común. 

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