Por Clarisa Hardy y Luis Díaz
Visibilizado por el estallido de fines del 2019 y hasta la crisis sanitaria, económica y social por la pandemia COVID-19, Chile había experimentado una trayectoria de poco menos de tres décadas de avances sustantivos en materia de reducción de la pobreza por ingresos, pero sin alterar el patrón de desigualdad (hasta entonces, entre los tres países con mayor desigualdad de ingresos de la OCDE y en el séptimo lugar de América Latina).
Si a lo anterior, y como lo exhiben los resultados de la CASEN 2020, sumamos el significativo impacto en el aumento de la pobreza (sobre dos dígitos) y de la desigualdad de ingresos (con un retroceso que nos lleva a situaciones similares a la crisis de los 80), el desafío de la desprotección social aparece en toda su desnudez. Podemos afirmar que el progreso y desarrollo del país no ha beneficiado a todos sus ciudadanos, excluyendo o limitando el acceso a los frutos de ese crecimiento y desarrollo a importantes segmentos y grupos de la población.
La OCDE, de manera reiterada, en sus distintos informes, llama la atención respecto del escaso efecto redistributivo que tiene en Chile la acción del Estado. La distribución del ingreso en nuestro país, antes y después de impuestos y transferencias monetarias, varía muy poco. Por lo mismo, el llamado es a elevar la carga tributaria y progresividad de los impuestos, pero muy especialmente a elevar las transferencias monetarias para reducir la desigualdad.
Con este escenario, y reconociendo la necesaria implementación gradual, dadas las restricciones presupuestarias que obligan a atender preferente o prioritariamente a aquellas familias más vulnerables y que requieren de manera más urgente la protección del Estado, es fundamental avanzar decididamente en protección social, con dos rasgos esenciales: que se despliegue a lo largo de todo el ciclo vital, protegiendo ante los diversos riesgos propios de las distintas etapas de la vida, así como con una concepción universalista de derechos garantizados, que asegure la generación de oportunidades y capacidades a todos los ciudadanos por esta sola condición y no restringida a su “ciudadanía” laboral.
En su origen, los sistemas de seguridad social estuvieron asociados a los trabajadores y se privilegió la creación de mecanismos de protección ante el riesgo del desempleo, así como ante los riesgos de la vejez al término de la vida laboral activa. De esta manera, la seguridad social se ha concentrado en la protección de los trabajadores formales, con prestaciones de salud, así como en muchos casos con seguros de desempleo y con sistemas de pensiones o previsionales a su retiro.
Esta forma restringida de protección social asociada a la situación laboral es la que explica buena parte de los problemas de desigualdades existentes, pues tienden a quedar socialmente desprotegidos los trabajadores informales, por una parte, y las mujeres, por otra, al ser las que menos participan en los mercados laborales. Y, en todos ellos, sus hijos e hijas quedan al margen de la protección social. De esta manera se acentúan las desigualdades de todo tipo: las desigualdades por origen socioeconómico, permitiendo que la infancia desprotegida reproduzca la desigualdad de sus padres; las desigualdades urbano-rurales, dado que los trabajos precarios tienen mayor incidencia en las zonas rurales; las desigualdades distributivas propias de los mercados laborales segmentados; así como las desigualdades de género.
Con protección social a lo largo del ciclo vital y de carácter universal es posible romper los círculos reproductores de pobreza y desigualdades y, asimismo, actuar como mecanismo de estabilización en momentos de crisis que amenazan con agudizar las condiciones de los más pobres y vulnerables, pero también de defensa de sectores medios que, sin contar con dichas protecciones, arriesgan el ejercicio de sus derechos sociales.
La actual crisis sanitaria y social reabre la discusión sobre la necesidad de un sistema de protección social que incluya un fuerte y sólido componente de seguridad o protección de los ingresos. Y esto, no solo en vista de que las emergencias dejarán de ser excepcionales y que las transformaciones en curso en el modo de trabajar y en los tipos de trabajo habrán de impactar los ingresos de los hogares (la robotización y la penetración de la revolución digital llegaron para quedarse y extenderse), sino por el hecho de que una parte no menor de la economía está descansando en el trabajo no remunerado –especialmente de mujeres– y que se evidenció con fuerza en este período (a modo de ejemplo, tareas de cuidados en el ámbito doméstico con la niñez, por la interrupción de la educación presencial del sistema educacional, el cuidado de enfermos, adultos mayores postrados), pero que son parte de una rutina invisible en nuestra sociedad y sin cuyo ejercicio serían aún más dramáticas las insuficiencias de un sistema de protección social y cuidados acorde a nuestra realidad y necesidades sociales.
El modelo de protección de ingresos que permite, con enfoque de derechos, asegurar un piso de protección social en este ámbito, es el de establecer un Ingreso Básico Ciudadano (o Ingreso Básico Garantizado), que sea de carácter universal, que establezca como sujeto de derecho a cada integrante de la familia y que implique la titularidad de derechos por la sola condición ciudadana. El diseño del Ingreso Básico Ciudadano debe asegurar un piso de ingreso de satisfacción de necesidades básicas y complementarse con un incentivo al empleo que favorezca una eficiente articulación entre la política social y la política laboral, cuestión que además tiene un importante impacto en la igualdad de las mujeres al reconocerse su trabajo doméstico y de cuidado no remunerado y, asimismo, promover –si así lo desean– su inserción en el trabajo remunerado. Adicionalmente y en la perspectiva de protección a lo largo del ciclo de vida, debe articularse con la Pensión Básica Garantizada vigente, para los
adultos mayores y las modificaciones que esta pueda tener.
Una definición de este tipo requiere tener un mandato constitucional y ser parte de una nueva política pública. En efecto, el diseño e implementación de un Ingreso Básico Ciudadano (IBC) es una definición de política pública que permitiría, a su vez, ordenar el conjunto de subsidios monetarios vigentes. Pero sabemos que una política pública es y será inestable si no hay un mandato constitucional que la consagre. Tenemos el aprendizaje de que las normativas legales de protección social varían según las correlaciones de fuerzas políticas con los cambios de gobiernos y de legislaturas.
De ahí la necesidad de contar con una nueva Constitución que norme principios y derechos fundamentales, entre ellos, garantías al derecho universal de protección de ingresos y de prestaciones sociales por la sola condición ciudadana, y que asegure el marco institucional y fiscal progresivo para ello, tal como establecen los tratados internacionales de derechos económicos, sociales y culturales suscritos por el Estado de Chile y que siguen vigentes con la nueva Constitución. Dicho de otro modo, el mandato constitucional es una condición necesaria para poder contar con un sistema de protección social que incluya un componente de protección de ingresos y derechos sociales que mejoren las condiciones, calidad de vida y el bienestar de las personas a lo largo de su vida.
Si bien las restricciones presupuestarias y el estadio de desarrollo del país no permiten en la actualidad financiar un Ingreso Básico Ciudadano de las características propuestas, ello no limita la urgencia de iniciar un proceso de implementación gradual que considere a la brevedad una primera fase con la protección de ingresos de aquellas familias con niños, niñas, adolescentes y personas con dependencia severa o postrada, y que también se extienda a quienes están a su cuidado que, como bien, sabemos, en su inmensa mayoría son mujeres (ver propuesta completa de IBC).