PROCESO CONSTITUYENTE SIN CONDICIONAMIENTOS

En nuestra anterior editorial destacábamos en un párrafo que “la violencia es el resultado de una desigual distribución del poder político, económico y social que por demasiado tiempo –tan intolerablemente largo que estalló- ha permitido privilegios para unos pocos a costa de los abusos a los más”.

Iniciamos la editorial de enero recordando este párrafo a partir del vuelco que se está produciendo en gran parte de la derecha respecto del propio pacto que suscribieron para llevar adelante el proceso constituyente con la falsa excusa de la violencia como impedimento.

Violentos incidentes en manifestaciones durante diciembre (al igual que en noviembre y en octubre) a los que se han sumado en los primeros días de enero del 2020 los problemas con la rendición de la Prueba de Selección Universitaria (PSU) en que alrededor de un 10% de los estudiantes se han visto impedidos de rendirla, son ahora la excusa para que la UDI, un gran número de senadores de RN y parte de Evópoli pongan en cuestión si hay condiciones de realizar el plebiscito. 

En palabras de sus voceros, no puede haber un proceso constituyente en medio de este clima. Por supuesto, olvidan que fue en dictadura -sistema político que en su esencia encarna el poder de la violencia- cuando se realizó el plebiscito que, aun con miedo y restricciones a las libertades de todo tipo, permitió el triunfo del NO y dio paso a la transición democrática.

Parte importante de la derecha, no sólo pone en entredicho el pacto que ellos mismos suscribieron, sino que además interpelan a toda la oposición a pronunciarse sobre la violencia exigiendo su condena. Pero son ellos los que califican si esa condena es creíble o no. Como si la prueba de la blancura estuviera del lado de la izquierda y ellos encarnaran la verdadera convivencia pacífica. 

Para el oficialismo, no basta que la izquierda que suscribió el pacto constitucional reitere su condena a la violencia y busque salidas con propuestas de reformas políticas, institucionales, sociales y fiscales que están a la base de la protesta social y de los fenómenos de violencia que se han incubado en la sociedad chilena. Si no se votan los proyectos que el gobierno pone en el Congreso (en su momento aula segura, ahora antiencapuchados, antisaqueos, etc.) entonces se está a favor de la violencia, así se demuestre que dichos proyectos, además de pobres y mal redactados, están mal encaminados y son pura pirotecnia y populismo penal que no lograrán su propósito.

La evidencia de muchos estudios y de los acontecimientos de largos años en el país es que la violencia no es episódica ni anecdótica. Es nuestra acompañante permanente.

Hemos convivido con ella desconociéndola e ignorándola, encerrándola en instituciones como el SENAME y las cárceles, alejándola en barrios periféricos y en comunas populares. 

Hemos sabido por años del bullying escolar, del femidicio, de los abusos sexuales (y de poder) en instituciones como la iglesia, del soborno y cohecho, de los fraudes millonarios en las instituciones armadas y de carabineros.

Hemos sido testigos del maltrato a funcionarios de salud cuando deben informar a los pacientes y sus familias que no hay horas de atención, de la violencia de apoderados contra profesores y directivos escolares si no están de acuerdo con las evaluaciones que reciben sus hijos, de riñas callejera con abuso de alcohol y de pandillas por tráfico de drogas. 

En suma, hemos tolerado todas estas manifestaciones cotidianas de violencia con las que hemos lidiado con toda naturalidad por años sin que nadie haya puesto en entredicho elecciones presidenciales, parlamentarias y municipales. Ni siquiera el modo de convivencia nacional.

Lo que varió es que la violencia salió del closet y se expuso a la vista de todos. Sin duda ha alcanzado niveles no previstos de extensión y profundidad y dañó espacios privados, vidas cotidianas, espacios y servicios públicos. Alteró rutinas de la gran mayoría del país y no sólo -como solía ocurrir- de los sectores marginales. Ahora ella es intolerable a diferencia de aquella otra que estaba confinada.

El argumento de la extrema derecha encarnada por J. A. Kast de repudiar un proceso que -en sus palabras- nace viciado por la violencia, es negacionismo puro, porque de hecho él ha legislado, efectuado campañas políticas y electorales, validado sus resultados, en una sociedad con niveles altos de violencia que pretendíamos inexistente.

Y detrás de él ahora corre buena parte de la derecha que concurrió al pacto constitucional porque, a su juicio, no se cumple con la primera parte del pacto que decía “por la paz”. Como si ella se decretara por el mero ejercicio de la palabra. Con los niveles de violencia que sustentan el modelo de convivencia que tenemos instalado por décadas es una falsa ilusión pretender que ella pare por una declaración y no como parte de un proceso largo y sostenido que provoque reformas que impacten una nueva cultura de convivencia.

Quien pretenda exigir orden y paz antes de iniciar el proceso constituyente está usando una excusa para impedir su realización, en vez de entender que detendremos la violencia justamente si abrimos el proceso deliberativo, si extendemos la participación, si en vez de limitarnos a agendas cortas y urgentes sociales nos abocamos a realizar aquellas reformas profundas que abordarán seriamente las inequidades del sistema de salud, educacional y de pensiones, los derechos laborales y una más justa retribución al trabajo remunerado. 

El plebiscito abre esa oportunidad de transitar hacia una democracia que fortalezca la deliberación y la participación, la renovación de un nuevo pacto social que tenga expresiones políticas e institucionales. Si bien la Constitución no resolverá los problemas que la política debe abordar cuando ejerce gobierno y llega al poder legislativo, sin una nueva Constitución con nuevas reglas pactadas no habrá condiciones que permitan que las mayorías gobiernen sin el veto de las minorías, como acaba de ocurrir con el veto de 12 senadores de derecha que impidieron consagrar en la actual Constitución que el agua sea un bien de uso público, a pesar de que se contaba con la aprobación de una amplia mayoría de 24 senadores.

La única interpelación que hoy cabe es si vamos a respetar, sin condicionamientos, el proceso constituyente, su itinerario y sus resultados. Si vamos a darle la máxima representatividad a la Convención Constituyente que la ciudadanía elija (sea enteramente electa o mixta) con paridad de hombres y mujeres, con escaños indígenas e independientes, legitimando así la Constitución que se elabore y luego ratifique en un plebiscito.

Y será responsabilidad del gobierno garantizar que el proceso constituyente pueda realizarse contra viento y marea, comenzando por el plebiscito de abril, asegurando el libre tránsito y acceso en todos los locales de votación. Tenemos la convicción de que la propia ciudadanía defenderá ese derecho masivamente, acudiendo a las urnas aun con voto voluntario e impidiendo que nada ni nadie limite su derecho a decidir.  

 

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