A pocos días de la segunda vuelta presidencial se ha hecho un lugar común hablar de una esperada alta abstención electoral. Autoridades, candidatas y distintos liderazgos convocan a acudir a las urnas el próximo 15 de diciembre, en lo que ha resultado ser una temática que ha concitado pleno consenso: que la institucionalidad democrática se fortalece con el ejercicio del voto.
El domingo se realizará la segunda ronda electoral contemplada en nuestra normativa y quien obtenga el 50% más uno de los votos emitidos, será la próxima Presidenta de Chile, sin reparos ni discusiones. Quien triunfe –que a todas luces creemos será Michelle Bachelet– estará facultada para implementar su programa. Esta es la base de nuestro sistema electoral y el fundamento de su legitimidad.
Otro tema es la abstención electoral. Ese es uno de los factores que habla de la fortaleza, o debilidad, de un sistema democrático y por ello la necesidad de analizarlo y de buscar formas de enfrentarla y revertirla.
Datos de la abstención
El pasado 17 de noviembre concurrieron a votar 6 millones 696 mil chilenos de un padrón electoral de 13 millones 573 mil votantes, es decir un 49% de las personas en edad de sufragar, aunque descontadas personas fallecidas y chilenos que viven en el exterior, la participación electoral –de acuerdo a un estudio de Libertad y Desarrollo– habría alcanzado el 52,5% del total de registrados.
El 48% de abstención de la primera vuelta, no debiera haber sorprendido a nadie. Esto, porque la ronda electoral de 17 de noviembre era la primera elección presidencial con inscripción automática, que ampliaba significativa el padrón y estrenaba el voto voluntario. Y porque además, estos comicios –pese a los 9 candidatos– carecían de dramatismo con respecto a su resultado final. En otras palabras, el triunfo de Bachelet se consideraba seguro para un número muy importante de electores, tal como lo señalaban todas las encuestas previas.
Si se revisa el comportamiento histórico de los chilenos en las elecciones presidenciales, desde 1989 en adelante, se ve claramente que el porcentaje de participación –independiente del voto voluntario– ha ido cayendo progresivamente. Así, la participación fue de: 86,29% en 1989; 81,47% en 1993; 72,36% en 1999 –ocasión en que sufragó el mayor número de personas con más de 7 millones de votantes–; 63,26% en 2005; 59,14% en 2009, y 52,62% en esta última elección.
La experiencia comparada muestra que las cifras locales no se alejan en demasía de lo que ocurre en otras naciones. Si bien estamos lejos de las tasas de participación superiores al 70% que existen en Alemania –donde desde 1949 existe voto voluntario– o de Francia donde la abstención en las últimas elecciones rondó el 20%; lo sucedido en Chile no difiere demasiado de la abstención del 51% registrada en las presidenciales de Colombia de 2010 o de la participación del 54% que promedia Estados Unidos, o del 55 % de Canadá, incluso en elecciones de alta competencia.
Ahora, si nos vamos hacia más atrás, al Chile pre ’73, las de las últimas presidenciales son cifras comparativamente bajas. En las presidenciales de 1958, 1964 y 1970, la abstención, con voto obligatorio, rondó entre el 16% y el 13%; con tasas de participación siempre superiores al 80%. Claro que hablamos de un padrón electoral de 1,4 millones en el ’58 y de 3,5 millones en 1970, en volumen muy inferiores al actual.
El problema principal de la abstención es su sesgo de clase. Aunque los datos siguen en discusión, es evidente que –en promedio– en las últimas dos elecciones con voto voluntario, los ricos votan más que los pobres en las zonas urbanas.
Los nuevos desafíos de la voluntariedad del voto
La preocupación por la abstención, como una manera mañosa o engañosa de discutir la legitimidad de quien sea electa Presidenta el próximo 15 de diciembre, es claramente un debate que no merece mayor atención. Pero como ya se ha dicho, la tarea que se viene, a fin de fortalecer nuestra institucionalidad, será ver cómo se aumenta la participación electoral de los chilenos, y en particular de los jóvenes. La inscripción automática es un gran avance y el voto voluntario implica desafíos que no se resuelven con el retorno a la obligatoriedad. Entre ellos:
- Motivar a los chilenos y chilenas a que concurran a las urnas. Educación cívica en las escuelas, promoción de los derechos y deberes en relación a la aplicación de cada política pública, campañas de comunicación permanentes respecto de la trascendencia del voto, transporte público gratuito el día de las elecciones.
- Reformas vinculadas al aumento de la competencia electoral. El fin del sistema político binominal, el establecimiento de la igualdad del voto y el derecho a ejercerlo de miles de compatriotas que viven en el extranjero, el cambio de una Constitución que no cuenta con respaldo y legitimidad, a través de estrategias participativas e incrementando los instrumentos de consulta.
- Generar mecanismos de trasparencia activa, de fácil acceso, que apunten a recuperar de la confianza en las instituciones (partidos, Congreso, jueces, etc.) que enfrentan altos niveles de desprestigio.
- Nuevos espacios de participación, que incluyan a la sociedad civil –en particular al sector más joven– para involucrar a aquellos distantes de la política. Las instituciones políticas deben introducir mecanismos para atender las demandas por mayores cambios, por interpretar sueños y anhelos de jóvenes que hoy no se sienten representados por los partidos.
Aunque para muchos ésta es una contienda resuelta, tras el triunfo de Michelle Bachelet, será el nuevo gobierno quien deberá asumir el desafío de re-prestigiar la política y enaltecer su misión. Este es un imperativo para todo el sistema democrático chileno.