La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, más allá de todos los méritos que indudablemente posee, topa con uno de sus límites cuando intentamos recurrir a ella para dar fundamento a derechos y libertades que nazcan de las diferencias y no solo de esa cuota de humanidad común que nos constituye en sujetos individuales de derechos. O para decirlo de manera más precisa: la Declaración enuncia todas las diferencias –o las que hasta ese momento resultaban visibles- para luego disolverlas en la común categoría universal de “seres humanos”, sin abrir la opción, bajo ciertos fundamentos, de que un colectivo o comunidad –y no solo un individuo- pueda ser sujeto de derechos.
Dar cuenta tanto de lo que es común como de aquellas diferencias que puedan dar lugar a derechos colectivos que el Estado debiera reconocer y proteger es hoy uno de los principales desafíos de las democracias modernas. No se trata de reivindicaciones recientes, pero lo nuevo es el intento de superar política y conceptualmente no solo los nacionalismos hegemónicos o el abierto racismo, sino también ese liberalismo universalistas que ha sido ciego hasta ahora al reconocimiento jurídico-político de identidades culturales específicas.
No solo Chile sino el mundo poseen un carácter multicultural, es decir, multiétnico y plurilingüístico generalizado. En datos de hace algunos años atrás, un destacado estudioso del multiculturalismo, Will Kymilicka, nos recuerda que en 184 Estados independientes existen 600 grupos de lenguas vivas y 5000 grupos étnicos. Esta misma fuente, casi como algo anecdótico, señala que los únicos países en el mundo que podrían considerarse homogéneos culturalmente son Islandia y las dos Coreas.
Parece muy difícil intentar superar el prolongado conflicto entre el Estado chileno y el pueblo mapuche –existen además otras ocho etnias en el país- , sin abordar la dimensión político-institucional del problema. Los países que han transitado del paradigma “asimilacionista” a uno “multicultural” no suelen eliminar las tensiones interculturales ni tampoco las poderosas disputas económicas que subyacen a estas, pero sí han logrado encauzar dicha conflictividad por las vías de la política y de las instituciones y no de la violencia.
Las opciones políticas-institucionales que se pueden encontrar en la experiencia internacional son múltiples. Es posible aprender de ellas para construir un camino propio. Si Chile reconoce su naturaleza multicultural, deberá enfrentar el desafío de imaginar una forma de Estado que haga posible la multiculturalidad. Temas como la relación que existiría entre el reconocimiento de la identidad cultural de los pueblos indígenas y distintas formas y grados de autonomía jurisdiccional, económica y política deberán ser abordados en profundidad. Por lo pronto, la construcción de formas de representación política propias para los pueblos indígenas, la protección de sus lenguas y el apoyo a una educación pública intercultural parecen ser algunos de los primeros pasos hacia la construcción de un Estado y de una ciudadanía capaz de distinguir entre aquello en que debemos ser considerados como iguales y ese exacto momento en que debemos empezar a ser reconocidos y tratados en nuestra diferencia.
Iguales y diferentes, en ello reside la unidad de lo contrario, cuanto por hacer, para que esta unidad se exprese dignamente en cada uno de los habitantes del planeta, en horabuena todas las ideas que permitan ir construyendo Estado y ciudadanÃa capaz de distinguir y valorar explicitamente lo que hay de igual y diferente.