“Siempre es mejor contar cabezas que cortarlas”, solía decir el filosofo italiano Norberto Bobbio para graficar no solo la superioridad moral sino también política de la democracia sobre las dictaduras o tiranías. La superioridad propiamente política radicaba—a juicio de este autor—en la capacidad de autocorrección de la democracia, es decir, en el hecho de que en las propias reglas e instituciones democráticas estaba contenida la posibilidad de su rectificación y perfeccionamiento.
Esta capacidad de autocorrección no es un asunto accesorio sino medular de la democracia y permite distinguirla de cualquier otra forma de gobierno. Es lo que hace posible que una persona o grupo llegue al poder, pero también, cosa importante, que lo abandone. Esto no es un detalle si se tiene en cuenta que la política es una lucha incesante, para fines diversos, por retener y acrecentar el poder. Asociado a esto mismo la capacidad autocorrectiva de la democracia permite, o debiese hacerlo, que los programas de unos y otros se implementen, pero que también se pueda desandar y modificar sin restricciones lo ya hecho, según la dirección de la nuevas hegemonías y mayorías electorales. En una democracia los consensos pueden ser deseables, pero lo verdaderamente propio e inédito de ésta es que ofrece un modo de dirimir y gobernar los disensos.
¿En nuestra democracia actual, la que emergió en los 90, funciona este principio autocorrectivo? ¿Se encuentra verdaderamente activado o por el contrario está hipertrofiado? ¿Las contradicciones de poder, programáticas e institucionales que el devenir social va abriendo a su paso encuentran en las propias reglas e instituciones de nuestra democracia los mecanismos para procesarse y dirimirse?
Resulta evidente que el principio de autocorrección de la democracia en nuestro caso está seriamente limitado. Es cierto que existe alternancia en el gobierno, pero un conjunto de temas sustantivos están vetados a la soberanía popular, la que no logra articularse como mayoría o solo lo hace con mayorías tan febles que luego son neutralizadas por los quórums supramayoritarios que impone la Constitución. A su vez, el propio marco constitucional resulta inmodificable por los quórums mencionados y por la inexistencia de otros mecanismos dirimentes como el plebiscito. Nuestro sistema político, así como un conjunto de temas económicos y sociales, o el rol del Estado, se encuentran bajo cerrojo institucional y con la llave escondida.
El potencial disruptivo de la actual situación política y social del país no tiene tanto que ver con las diferencias existentes, que son profundas pero no mucho más grandes que las que se observan en otras democracias sino con la hipertrofia de la dimensión autocorrectiva de nuestra democracia.
En este contexto la búsqueda de un nuevo momento constituyente del que comienza a hablarse cada vez más insistencia, descansa no sólo en el argumento de la ilegitimidad de origen de la actual Constitución, sino en el hecho de que devuelve a nuestra democracia la capacidad de autocorrección que hoy le está negada. Mientras no se restituya este atributo democrático básico la idea de una Asamblea Constituyente irá ganando partidarios porque, no obstante la dosis de incertidumbre que introduce, contiene una superior y mayor racionalidad democrática que el actual estado de cosas.