UNO DE los temas interesantes que plantea la película No es el de las complejas relaciones entre el lenguaje publicitario y la política. La pregunta que queda flotando es si acaso no está en la adecuación del discurso político a las reglas y lógicas de la publicidad el lugar exacto donde la política se traiciona a sí misma o si, quizás, haya que rendirse a la evidencia que el mensaje político no tiene hoy otra posibilidad de desplegarse con eficacia y masividad que no sea a través de las herramientas instrumentales de la publicidad.
El reproche a la publicidad se parece mucho a la vieja crítica socrática a la retórica y a quienes la enseñaban: no es un arte, sino cuando mucho una práctica que al estar destinada a la persuasión puede prescindir de una reflexión sobre sus fines. Está emparentada con la cosmética y el halago. Una técnica de objetivos intercambiables. Sirve para defender la democracia o la continuidad de una dictadura, puede a través de su alquimia vehiculizar emociones a favor de un noble objetivo político o de un detergente. Se sabe de personas que lloraron con el aviso evocador de Clos de Pirque o que se les erizó la piel viendo a una multitud cantando Todos juntos para la multitienda Paris.
Pero, por otro lado, ¿no es mejor que cuando hay un mensaje político real que transmitir, éste sea formulado de una manera atractiva, ya sea con la retórica de las palabras o de las imágenes? ¿No tiene que ver la democracia con la capacidad de persuadir? ¿No fue la franja televisiva del No un buen ejercicio retórico y la del Sí uno especialmente vulgar y malo?
Probablemente, las “relaciones peligrosas” entre política y publicidad comienzan cuando se quiere disimular que no se tiene mucho que proponer y se reemplaza esta falencia con la fabricación de imágenes y emociones de utilería. Después de todo, en política, como en otros ámbitos, los medios para decir algo no reemplazan la insoslayable tarea de tener algo que decir.
¿Fue decisiva la publicidad para derrotar a la dictadura en el plebiscito del 88? Sí, pero sin exagerar. No cabe duda que ayudó, fue un trabajo hecho con creatividad y profesionalismo, no exento de las astucias simplificadoras y manipuladoras del lenguaje publicitario (qué duda cabe que fue un exceso efectivo “la alegría ya viene” como promesa de futuro). Por otro lado, los publicistas del No tenían a su favor un proceso de gran densidad histórica que destilaba realidad por todos sus poros, un “drama verdadero”, con una emocionalidad social a flor de piel, una opción política creíble que defender y un adversario confiado que mostró menos sofisticación de lo esperado.
Desde aquel plebiscito han pasado 24 años. Va siendo hora -para las próximas contiendas políticas electorales-, de revisar desde la raíz ese juego estético rutinizado en que se han transformado las franjas televisivas de publicidad política: esas emociones fabricadas a punta de fondos musicales trepidantes, de alegrías impostadas, de caballos que corren por campos abiertos, de esa cámara lenta que imprime “dramatismo”. Hacer de nuevo en serio el ejercicio de hablar desde la política, subsumiéndola en los procesos sociales reales, construyendo y conectando identidades, valores e ideas con las emociones de hoy. Y al final, lo más al final que se pueda, ir por los publicistas en busca de alguna buena retórica.