Uno de los momentos más impactantes del documental “El mocito” (2010) es cuando Jorgelino Vergara, este joven “mozo de la DINA” que con la misma naturalidad burocrática servía los cafés y limpiaba la sangre después de la sesiones de tortura, se reúne con los hijos del detenido-desaparecido Daniel Palma. Uno de ellos le agradece que haya reconocido a su padre entre los prisioneros del cuartel “Lautaro” pues, tras una espera de 33 años, al fin cuentan con un testimonio de su detención. El hijo del detenido-desaparecido dice en un momento: “¿Qué cosa decente puede hacer uno con esto que ya pasó?”. El “mocito” saca un papel y un lápiz y escribe el nombre de quienes habrían detenido y asesinado a Daniel Palma, es decir, le entrega esa cuota de verdad que esa familia había buscado por años.
Si uno piensa que en materia de brutalidades y ensañamiento con los detenidos durante la dictadura militar lo ha visto, escuchado o leído todo, “El mocito” representa un nuevo descenso. Hay algo particularmente inquietante en este documental que trasciende la denuncia de las violaciones a los DDHH y es una sombría mirada sobre la condición humana, la soledad y la dañada vida cotidiana de los chilenos.
Se ha dicho, correctamente, que las violaciones a los derechos humanos no se explican sino que se condenan. No es que éstas no tengan contextos, sino que la gravedad del hecho y la ruptura moral que encierran tornan superflua dicha explicitación, porque el hecho ya se ha desacoplado moralmente de su contexto histórico-político. En el mismo documental se menciona el caso de otro detenido, Fernando Ortiz, que fue torturado y asesinado literalmente a palos. ¿A qué contexto valdría la pena apelar para explicar semejante trato a un detenido por parte de funcionarios del Estado?
Cuando la actual Directora de la DIBAM critica al Museo de la Memoria y los DDHH por “la opción que tomó, de circunscribir su misión solo a las violaciones a los Derechos Humanos, sin proporcionar al visitante los antecedentes que las generaron, limitando su función pedagógica”, pone en evidencia que para ella las violaciones a los DDHH constituyen “solo” -vaya momento que eligió para usar este adverbio- una parcialidad de la historia, sin la densidad moral suficiente que amerite hablar solo de ellas y que es necesario, por tanto, “proporcionar los antecedentes” cuando se quiera recordarlas.
La conclusión de este reciente debate es que no existe el consenso necesario para una condena nacional, sin matices ni explicaciones contextuales, a las violaciones a los DDHH cometidas por el Estado de Chile entre 1973 y 1990 y que, con contadas excepciones individuales, la derecha política e intelectual chilena no está dispuesta a otorgar ese consenso. Esa es la realidad. Solo queda depositar cierta esperanza en la generación más joven que es, por lo demás, la que hoy produce la mayor cantidad de libros, documentales, obras de teatro e investigaciones sobre esa época. Al final, los hijos son los detectives de la historia de sus padres y suelen ser los hijos de los hijos de quienes vivieron estas situaciones históricas límites la generación más activa en esto de hurgar porfiadamente en el pasado. Ojalá puedan ellos construir “alguna cosa decente con lo que pasó”, producir colectivamente ese “nunca más” que las generaciones mayores habrán dejado pendiente.