Ernesto Águila Z, Director Ejecutivo Instituto Igualdad.
Como se sabe muchos de los problemas históricos y actuales de la democracia derivan de la imposibilidad práctica de realizar el ideal de un “gobierno de todos” –una democracia directa- sino es por medio de un sistema delegado de representación. La democracia moderna es democracia representativa, y entre elección y elección, quienes deciden y votan cotidianamente es un cuerpo muy reducido de ciudadanos-representantes. “La soberanía no puede ser representada” dirá Rousseau, intentando resistir vanamente el destino representativo de la democracia de este tiempo.
Tal vez donde más se resiente esta pérdida de “voz y voto” de los ciudadanos por prolongados intervalos de tiempo en las “democracias realmente existentes”, es en la fiscalización del cumplimiento de los programas y de las promesas de campaña así como en la definición de asuntos de interés nacional no zanjados durante las elecciones o dejados deliberadamente en la penumbra. En el lenguaje privado de la política, siempre más procaz que el público, esto se despacha con frases como “los programas se escriben después que se ganan las elecciones” o “se hace campaña en verso y se gobierna en prosa”. Sin embargo, el asunto es serio pues en el extravío de ese delgado hilo que une a gobernantes y gobernados se encuentra buena parte de la creciente desconfianza y apatía ciudadana, y lo que se percibe, por usar una expresión de Bobbio, como el “escaso rendimiento de la democracia”.
El problema actual del sistema político chileno no es que existan instituciones y que éstas funcionen, sino el grado de legitimidad democrática en que éstas se sostienen y deciden. Enfrentar este déficit democrático parece una condición necesaria para mantener viva la base de legitimidad del sistema político y con ello de su propia funcionalidad. Dentro de los varios mecanismos posibles, sin duda, uno de los que más se extraña en nuestro ordenamiento institucional es el plebiscito.
Sería mucho más sensato, a estas alturas, en lugar de seguir debilitando o volviendo más irrelevante a los ojos de los ciudadanos la democracia, plebiscitar algunos temas fundamentales como el sistema electoral, la matriz energética, el voto de los chilenos en el extranjero, entre otros. No basta con afirmar que nuestro ordenamiento medioambiental actual permite que 12 funcionarios del gobierno de Aysén resuelvan sobre la construcción de cinco megacentrales hidroeléctricas en esa región y de paso ir dirimiendo la matriz energética del país para las próximas décadas, sino que es necesario interrogarse seriamente sobre el grado de legitimidad y representatividad democrática que una decisión de esa envergadura tiene hoy no solo en la sociedad chilena sino en cualquier sociedad democrática.
En este contexto resulta una redundancia necesaria “democratizar la democracia”, es decir, imaginar y desarrollar mecanismos institucionales y canales de expresión popular que permitan hacer operativo el “gobierno de todos” cuando hay asuntos públicos relevantes no dirimidos por la ciudadanía. Son concepciones de fondo sobre la democracia las que están en juego. De lo contrario se corre el riesgo que ésta continúe deslizándose por la pendiente de una creciente pérdida de sentido a los ojos de los ciudadanos por su poca injerencia o creciente irrelevancia para resolver las disyuntivas trascendentes de la sociedad, como ha quedado en evidencia en la irregular y poco democrática decisión de Hidroaysen.