Gente en Transición

Conversaciones al final de la noche

En la pasada Feria del Libro de Santiago se presentó el libro de cuentos “Conversaciones al final de la noche” de Ernesto Águila, Director Ejecutivo del Instituto Igualdad. En la oportunidad presentaron el libro  el escritor Jaime Collyer, Ricardo Solari y Arturo Infante de la editorial Catalonia. El libro reúne 12 historias. La mayoría de ellas centradas en la transición y en la década del 80. A continuación el prólogo del libro  escrito por Jaime Collyer.

GENTE EN TRANSICIÓN

“Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, proclamaba en su fuero íntimo el protagonista de El viejo y el mar, la breve novela que –casi– logró redimir a Hemingway de sus desgarros finales. En los cuentos de Ernesto Águila, su lejano tocayo en estas latitudes, esta divisa cobra prodigiosa vida de nuevo, se vuelve un leit-motiv insoslayable, una premisa unificadora, un denominador común que vertebra y funde sus relatos, y a sus varios protagonistas, a través de una mirada a la par irónica y sombría, mordaz y a un tiempo nostálgica, humorística, solemne. Una mirada –en suma– entrañable, que reúne con su cualidad paradójica la visión de sus varios protagonistas, o de un narrador que atestigua su peripecia desde un ángulo tangente, a veces cómplice, a veces satírico.

Águila escribe de lo que uno de sus personajes resume como “los años difíciles y oscuros”, vale decir, los del período dictatorial, los de la dictadura pinochetista, pero su propio instinto de narrador, la cualidad evocadora de su prosa, redunda en una visión nada complaciente de dicho período, por completo ajena al victimismo o a una épica poco creíble que ese mismo intervalo histórico ha dado pie. Lo que Águila intenta es hincarle el diente a la leve historia intramuros, a la pequeña crónica subjetiva que subyace al gran relato heroico y oficial; develar esa versión no menos heroica del ciudadano y de los militantes de a pie; individuos cuya impronta anónima y desencantada les impide celebrar en la tarima con los viejos amigos y camaradas recién incorporados a ella.

A riesgo de sonar ampuloso, Ernesto Águila ha escrito, a su manera tan callada y discreta, el volumen de cuentos que desnuda las lacras sutiles de nuestra transición a la democracia, ese conjunto de relatos que por años se ha requerido a los narradores de la posdictadura. Helo aquí, para que nos contemplemos en su reflejo sin demasiada avidez ni conformidad.

De allí provienen ciertas recurrencias apreciables en este volumen, los indicios y temas que se repiten en varios de sus relatos. Como el funcionariado obligatorio de la transición, forzado a acomodar su viejo ideario utópico a la escala única salarial; o un allanamiento que resurge en la mente y el recuerdo de varios de sus protagonistas (y que tal vez sea un único protagonista), asediándolo en su vida y su calma posteriores; o un diálogo terapéutico en que un paciente anónimo intenta resarcirse de sus antiguos desgarros, entender lo que ha sucedido, desmenuzarlo incesantemente, para no llegar nunca a una conclusión taxativa, porque probablemente  no la hay: la historia sigue siendo como ese caballo desbocado con el que la compara el norteamericano Philip Roth, un caballo que irrumpe un día en nuestro living, en nuestras vidas. A contar de allí, debemos lidiar no con la historia y sus heroicos propósitos sino con el caballo en sí.

Son cuentos de la transición a la democracia en el más vasto y luminoso sentido del término: no un recetario de anécdotas teñidas de la falsa heroicidad que ha acompañado a testimonios parecidos durante los últimos años, al cine y las semblanzas periodísticas de esa época desangelada, sino literatura de altísimo vuelo, un conjunto de ficciones capaces de aprehender en varios retazos íntimos, plenos de humor y sabiduría, de nostalgia e ironía, lo que ha sido nuestro intento colectivo, y desde luego individual, por domeñar a ese caballo desbocado en nuestro living. Es, en suma, el tema de una o varias generaciones que, como en Nos habíamos amado tanto, la vieja película de Ettore Scola, quisieron cambiar el mundo, pero a las que el mundo les devolvió con creces la mano y terminó domesticando a su arbitrio.

¿Será, por eso mismo, una crónica de la derrota? No lo creo. Pienso que es más bien a la inversa. Porque un individuo puede ser destruido por su propia experiencia histórica, arrasado por los ejércitos adversarios, denostado y aplastado por una vorágine de acontecimientos que, cual un tsunami imprevisto, lo arrastran con sus escombros, pero no por ello es derrotado, aniquilado en su valía última y su dignidad, en su temple residual, en su propia nostalgia indemne y en sus sueños pendientes.

Es lo que los personajes de Ernesto Águila rescatan o intentan recuperar en su peripecia vital, esa que nos refiere con aparente soltura, con una destreza oculta, cada relato incluido en este volumen. Como el caso de la periodista radial cuya voz se ha transformado con los años y ya no evoca esa otra voz que refería con urgencia las horas apremiantes del período dictatorial; como un viejo camarada de la universidad que ahora debe ganarse el sustento enfundado en un traje de elefante en un supermercado del nuevo Santiago invadido de malls, y cuyo oficio tan singular no le impide filosofar como antaño o evocar el viejo ideario que llamaba a arrasar el supermercado y todo lo que hubiese por delante; o las peripecias de un profesor de filosofía a quien las nuevas facciones de sus discípulos consiguen aterrar con sus propuestas violentistas; o un grupo de amigos reunidos al cabo de los años en torno a un asado en que se evidencian de a poco sus claudicaciones, y donde resurge –al final– aquel viejo camarada que ahora debe disfrazarse de elefante en los supermercados, tal vez no sólo para ganarse la vida sino también para poder seguir siendo alguien capaz de reconocerse, mínimamente, a sí mismo.

Hay, así pues, un hilo conductor y un principio intertextual entre los varios cuentos, dado por la voz que los refiere o por algunos de sus protagonistas, que reinciden en varios de ellos, revelando en cada caso facetas ocultas de su propio devenir vital y a veces de su propia decadencia tan tenaz, pero sobrellevada con estoicismo. Es la vida que una vez fue una epopeya, vivida ahora como una comedia. Es la ironía profunda de los roles que cada cual ha de adoptar en su vida adulta, para mejor asimilarse a la cadena de montaje y las instituciones que han de salvaguardar su novedosa tranquilidad, aun a costa de sus propios sueños. Es la incidencia obsesiva de ciertas experiencias adolescentes – un traslado forzoso a la capital, una madre intentando preservar a su vástago, la pérdida violenta del hogar– que persisten jalonando la vida adulta y cualquier empeño futuro de redimirse de esa infancia castigada.

Águila cuenta sin apostillar nada, ni explicar lo que no es preciso: su habilidad estriba en configurar a sus personajes por su discurso, por sus preocupaciones tan legítimas y tan íntimas; y que nos brinda sin interferencias ni alardes, con un humor tan distanciado como eficaz, como suele hacer todo buen narrador. El autor no extrae conclusiones: éstas quedan a cargo del lector, que debe reunir por sí mismo los varios fragmentos y retazos, las vivencias supervivientes.

A veces el asunto fundamental se torna escabroso, sorpresivamente oscuro, como sucede en el cuento acerca de un individuo –otro antiguo militante– cuya mano derecha ha quedado desfigurada en la niñez, u otro relato en que una pareja de ancianos juega a revitalizar de manera demencial su propia vida familiar. Late aquí, según creo, el influjo de Poe y su devoción por eso que él mismo describía como “una belleza con algo raro en las proporciones”.

Una última cita, incluida en el relato final de este libro, sugiere de forma muy nítida lo que aquí hay: una narrativa de la transición y sus pormenores, sus claudicaciones pero a la vez sus esperanzas residuales. “El aire traía una extraña densidad y aroma”, dice y evoca en silencio uno de los personajes, en el asado ese donde se han reunido los “viejos tercios” a conmemorar su épica pretérita, “se respiraba y transpiraba un pegajoso vacío, el cielo era un gran agujero cóncavo, un hoyo negro, un centro magnético por donde se habían ido de improviso la dictadura, la ansiedad y unos noticiarios radiales con nerviosos tambores. Nada volvería a ser lo mismo y nada podrían hacer sin nosotros. Ellos estaban apurados, nosotros no. Era el momento del esperado y merecido descanso. Habíamos logrado sobrevivir, estábamos increíblemente intactos…”.

La última imagen del cuento, con perros merodeando como lobos por los cubos de basura en un barrio tan acomodado como inquietante, sumido a temprana hora en la oscuridad y el nuevo orden de la transición, habrá de revelarnos que nadie está así de intacto, que nadie ha sobrevivido del todo. Que varios de los comensales convocados al asado han sido, en efecto, desvirtuados por los nuevos hábitos, por las componendas, por los principios e ideas nunca cumplidos, arrastrados por la marea del irremediable paso del tiempo.

Pero un hombre, aunque sea arrasado, no está necesariamente derrotado, parecen sugerir, desde algún lugar, estas historias aquí reunidas. Razón demás para leer a Ernesto Águila y estos relatos, que retratan con lealtad esas formas de ajuste, esos empeños entrañables de supervivencia individual y colectiva de estos años.

JAIME COLLYER.

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