La realidad social penitenciaria tras la tragedia de la cárcel de San Miguel

Cárcel

En la actualidad permanecen unas 53 mil personas recluidas en casi un centenar de recintos penales del país, transformando a Chile en uno de los países del mundo con la mayor tasa de presos por habitante. Nueve de cada 10 presos son hombres y la mayoría (sobre el 60%) son jóvenes entre 18 y 29 años. La mayoría no posee oficio y son desertores tempranos del sistema educacional. Más de la mitad han tenido experiencias de encierro en centros de menores y habitan en ambientes familiares desestructurados, en que la violencia es un sello habitual y cotidiano.

Hugo Espinoza G., Sociólogo
Programa de Seguridad ciudadana y Democracia

Cada cierto tiempo la opinión pública conoce de graves hechos carcelarios que visibilizan un serio problema nacional: las graves condiciones en que viven los reclusos de nuestro país. En esta ocasión fue la dramática muerte de más de 80 internos de la cárcel de San Miguel y la intensa reacción de los medios de prensa, de familiares, de actores políticos y autoridades institucionales. Durante la última semana innumerables reportajes y artículos periodísticos han destapado una realidad social y humana que la sociedad tiende a ocultar y desconocer. Más de 100 mil personas en nuestro país están vinculadas al sistema carcelario, ya sea siendo imputadas o cumpliendo condenas en recintos penales o en las denominadas medidas alternativas y, sin embargo, poco o nada se conoce respecto a sus características y las condiciones en que permanecen recluidas. Persiste una conveniencia generalizada de que este tema, sus dramas, problemas y déficit permanezcan mejor ocultos

¿Y como es esa realidad que metemos bajo la alfombra?

En la actualidad permanecen unas 53 mil personas recluidas en casi un centenar de recintos penales del país, transformando a Chile en uno de los países del mundo con la mayor tasa de presos por habitante. Nueve de cada 10 presos son hombres y la mayoría (sobre el 60%) son jóvenes entre 18 y 29 años. Un alto porcentaje de los reclusos son consumidores habituales de algún tipo de droga, principalmente pasta base de cocaína. En cuanto a su estratificación social, la inmensa mayoría proviene de sectores marginales y empobrecidos de nuestras principales ciudades (Santiago, Valparaíso, Iquique, Concepción, entre otras). Muchos de ellos no poseen oficio y son desertores tempranos del sistema educacional. Más de la mitad han tenido experiencias de encierro en centros de menores y habitan en ambientes familiares desestructurados, en que la violencia es un sello habitual y cotidiano.

A estos rasgos de la población carcelaria se adiciona, principalmente en la última década, un explosivo aumento del número de recluidos, generándose un agudo nivel de hacinamiento que superaría el 50 por ciento de la actual capacidad de los penales. Los efectos de este guarismo estadístico se expresan en las pésimas condiciones en que viven los reclusos y en la violación permanente de muchos de los derechos básicos de estas personas. Lo anterior se refleja especialmente en aquellos recintos antiguos y sobrepoblados como San Miguel, Puente Alto y la ex Penitenciaria. En estas condiciones humanas y de infraestructura del sistema carcelario, las posibilidades de rehabilitación de los delincuentes constituyen una tarea virtualmente imposible de alcanzar. Muchos de estos recintos penales, desafortunadamente, están hoy convertidos en verdaderas escuelas del delito, lo que se constata en el más del 40 por ciento de reincidencia legal que se observa en nuestra realidad nacional.

De igual forma, la situación laboral de los funcionarios penitenciarios está aquejada de déficit que se arrastran por décadas. Persiste un agudo problema de falta de personal en los recintos penales, tanto de seguridad como de profesionales y técnicos. Los gendarmes deben cumplir largas jornadas laborales y los especialistas en tratamiento y rehabilitación son escasos para el enorme número de reclusos.

Los gobiernos de la Concertación, en los últimos 20 años, efectuaron avances y mejoramientos presupuestarios que resultan indesmentibles: la reforma procesal penal transparentó y agilizó un sistema judicial oscuro y anquilosado; las instituciones policiales han sido modernizadas y potenciadas sus capacidades de prevención y control y han visto aumentadas sustancialmente sus plantas de personal (más del 50 por ciento en Carabineros y la PDI). El papel de la comunidad ha sido relevado en su contribución para la prevención de los delitos. También el sistema carcelario ha visto mejorada su situación: desde 1990 se ha construido más infraestructura penitenciaria que en toda su historia; su personal casi se ha triplicado en las últimas dos décadas, pasando de poco más de 5 mil a 13.500 funcionarios; ya están operando 7 recintos penales concesionados, modalidad esta última que es inédita a nivel mundial. Ello explica, en parte, ciertas dificultades que han debido enfrentar para su materialización en los plazos iniciales. Pero nadie puede rebatir seriamente que en estos recintos han mejorado las condiciones de vida de los internos y laborales de los gendarmes, al mismo tiempo que existen mayores posibilidades de rehabilitación y han reducido los niveles de violencia intracarcelaria.

Sin embargo, todos estos avances han resultado insuficientes para revertir los déficit históricos de nuestra realidad carcelaria. La explosiva e inédita alza de reclusos ha jugado claramente en contra de dichos avances y el hacinamiento, la violencia intracarcelaria así como las escasas posibilidades de rehabilitación se han transformado en el sello característico de la mayoría de los penales del país

Y cuando el sistema y la política criminal de un país no es capaz de otorgar alternativas de rehabilitación y reinserción, especialmente para los jóvenes que han cometido delitos no violentos, la condena establecida por el sistema judicial se transforma simplemente en una “vendetta social”.

Una sociedad que sólo aplica el legítimo castigo social sin generar las condiciones para las correspondientes oportunidades de rehabilitación implica una sociedad solo punitiva y vengativa. Una comunidad social de estas características, que criminaliza cualquier conducta “disfuncional”, que elige el camino corto de considerar la cárcel como la única respuesta frente a todo tipo de delito, está condenada asimismo a repletar todas las cáceles que construya y a enfrentar, cada cierto lapso de tiempo, episodios dramáticos como el reciente del penal de San Miguel. Resulta incomprensible que una de las víctimas fuese un joven condenado a reclusión por vender CD pirateados u otro que no tuvo el dinero para cancelar las multas por ebriedad. En ningún país moderno, miembro de la OCDE, ello habría ocurrido. La cárcel debe ser considerada como el último recurso, principalmente para quiénes cometen delitos graves o con violencia contra las personas.

En tal sentido, es indispensable que en Chile se discuta ampliamente sobre una política criminal integral que aborde con mesura e inteligencia todos los elementos que la componen, entre ellas la política penitenciaria. Por un lado, valorar de mejor forma las iniciativas de prevención social, cultural, educativa, deportiva que disminuyan o limitan los niveles de violencia que hoy se expresan en la vida cotidiana en nuestra convivencia nacional. Experiencias exitosas en materia de mediación familiar, vecinal y educacional son expresiones que deben ser ampliadas y replicas con mayor esfuerzo. Reducir o al menos contener el alza en el consumo de drogas y alcohol de los jóvenes es otra responsabilidad ineludible. Optimizar la presencia preventiva y de control de las policías en las zonas de mayor vulnerabilidad o riesgo, así como mejorar la relación de éstas con la comunidad organizada es un esfuerzo aún pendiente. Reducir los niveles de hacinamiento, profesionalizar y modernizar la labor de gendarmes, abrir oportunidades de trabajo y educación en los penales para quienes muestren disposición favorable a la rehabilitación constituyen iniciativas urgentes en nuestro país. Y por último, resulta indispensable ampliar el actual catalogo de medidas alternativas a la reclusión frente, principalmente, a aquellos delitos no graves cometidos por jóvenes primerizos, tales como entre otros: el trabajo en la comunidad, la reclusión domiciliaria o el uso de tecnología en el control de personas condenadas.

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Comments

  1. Perdón profesor Becker, lo mal interpretamos

    Jorge Fábrega
    Ph.D en Políticas Públicas y Profesor de la Escuela de Gobierno de la UAI.
    Querido Profesor (Gary) Becker, desde que usted publicó Crime and Punishment en 1968, los economistas hemos aplicado sus ideas para entender la racionalidad del comportamiento criminal. A quién nos pregunte le decimos que para reducir la delincuencia debemos disminuir los beneficios y aumentar los costos que percibe el individuo que considera la opción de delinquir. Pero cuando usted nos enseñó que había que “aumentar el costo percibido de delinquir” nosotros entendimos que eso sólo podía significar “imponer penas más altas para los mismos delitos” ¿Era lógico, no? (mal que mal usted fue bastante explícito al respecto). Todo cuadraba: con penas más altas, el beneficio neto de cometer crímenes disminuiría.

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    133 .Le prometo que creíamos de verdad estar haciendo lo correcto al decirles a los políticos que podían prometer “mano dura” a destajo porque esa era la política pública más eficiente en materia de seguridad ciudadana. Eso creíamos.

    Y ya ve usted. Nos hicieron caso y ahora tenemos las cárceles sobrepobladas con reclusos que, en su mayoría, cumplen penas efectivas y no simplemente están allí mientras esperan sentencia. Cada uno de ellos le cuesta al Estado $300 mil mensuales según la estimación más conservadora y eso que están en condiciones de hacinamiento. El escenario es que por más que invertimos en combatir el delito y sobrepoblamos las cárceles, la reincidencia no declina y los niveles de inseguridad ciudadana se mantienen relativamente estables. Algo no está funcionando, pero ¿cómo íbamos a imaginar que el aumento de penas no iba a ser siempre un desincentivo eficaz contra el delito?

    Todavía algunos piensan que la mano dura no ha sido suficientemente dura. Costos son costos, dicen, y si no han funcionado las actuales penas de cárcel hay que aumentarlas y extenderlas a otros delitos.No escuchamos a los que nos advirtieron que la delincuencia no es un acto puramente individual sino más bien colectivo, de equipos (o más bien, bandas) ¿Quién iba a pensar que esas organizaciones delincuenciales eran tan flexibles que rápidamente volverían a operar pese a que se hubiesen atrapado a alguno de sus líderes? ¿Y cómo íbamos a imaginar que, precisamente porque trabajan en equipo, el hecho que un individuo esté dentro de la cárcel no necesariamente impide que siga delinquiendo?

    También hicimos caso omiso a quienes advirtieron que la cárcel también es un sistema donde se aprende. Se aprenden los códigos de conducta, los lenguajes y las cosmovisiones del mundo criminal. Por eso, por ejemplo, en algunos círculos una breve temporada en la cárcel es un certificado de hombría (un beneficio, más que un costo).

    Tampoco escuchamos a quienes se preocupaban por lo que le acontece a un individuo después de salir de la cárcel: tras convivir con otros reclusos, un ex presidiario abandona la cárcel con mayor capital criminal y mejor capacitado y conectado para seguir delinquiendo. Y como el costo de reinsertarse es alto, para muchos es muy difícil abandonar el círculo de la delincuencia. Así, a las organizaciones criminales les entregamos nuevos soldados que habían sido encarcelados por delitos menores (porque se hizo lo que habíamos recomendado). Creamos una verdadera industria.

    Tampoco le dimos suficiente importancia al hecho que la mayoría de los delitos los comenten pequeños grupos que viven relativamente cerca unos de otros en vecindarios donde suelen funcionar otras reglas distintas a las del Estado. Y por ende zonas que requieren de políticas más integrales para ser efectivas.

    No contentos con eso, no escuchamos a los que nos decían que algunos grupos no perciben como delito lo que para nosotros obviamente lo es. Por eso, ¿para qué íbamos a introducir penas alternativas a la cárcel a delitos menores con el objeto de modificar las conductas y prevenir el escalamiento en el crimen? ¡No!, son criminales, pensábamos: ¡a la cárcel directo por piratear películas!

    La verdad, no se nos pasó por la mente que era más efectiva la acción preventiva y disuasoria temprana con pequeñas dosis de castigo no privativos de libertad que la amenaza de un castigo único, definitivo y ejemplarizador. Es que el modelo estaba clarito: la prisión significaba un costo más alto que penas alternativas a la cárcel. Por eso, las penas alternativas necesariamente debían ser menos disuasorias, signos de debilidad de la autoridad e ineficaces. Eso creíamos.

    Pero sabe qué profesor, todavía algunos piensan que la mano dura no ha sido suficientemente dura. Costos son costos, dicen, y si no han funcionado las actuales penas de cárcel hay que aumentarlas y extenderlas a otros delitos. Aún más.

    Perdón, profesor, pero lo mal interpretamos. Usted fue claro, nos dijo que lo importante era el costo percibido por el delincuente y no lo que nosotros creíamos que era un costo para él. Pero ¿quién iba a pensar que el delincuente iba a percibir algo distinto que nosotros? ¿Quién se hubiese puesto en ese escenario si el modelo estaba tan claro? Era como para equivocarse, ¿o no profe?

    .

  2. Los datos, aunque conocidos, no pueden omitirse. La población penal se ha incrementado a niveles nunca vistos, como producto de un sistema de justicia más eficaz, que aclara y sanciona ocho veces más delitos que el sistema antiguo. Un dato: en 1999, antes de la Reforma Procesal Penal, se dictaron en el país 35 mil sentencias. En 2008, con la reforma vigente en todo Chile, las sentencias fueron 215 mil.

    Por su parte, los gobiernos de la Concertación realizaron enormes esfuerzos de modernización y ampliación del sistema penitenciario. En la primera década del siglo XXI se construyeron más metros cuadrados de unidades penales que en todo el siglo XX y se más que duplicó la planta de Gendarmería, que apenas superaba las 5.000 personas en 1990 y que hoy cuenta con más de 13.000 funcionarios y una ley de planta aprobada en el Gobierno de la Presidenta Bachelet, que incorporará gradualmente 6.000 funcionarios más.

    Más de 12.000 plazas de alta calidad y seguridad fueron entregadas al país en los nuevos penales concesionados de La Serena, Iquique, Rancagua, Santiago 1, Puerto Montt, Valdivia y Concepción (El Manzano II). ¿Por qué entonces persiste la sobrepoblación? Porque el crecimiento de la población penal ha sido exponencial. ¿En qué cifra se estabilizará? La respuesta no es seriamente predecible.

    El comportamiento del fenómeno de la criminalidad, las políticas del Estado, y la eficacia de los órganos policiales y de justicia criminal son factores que construirán la respuesta a esa interrogante.

    El punto es que el país enfrenta en esta materia un desafío constante. ¿Seremos también constantes para enfrentarlo? Es decir, ¿perseveraremos en los esfuerzos estructurales que se llevaron adelante en la década pasada? ¿Se continuará la tarea? O ¿se detendrá el avance, agravándose el déficit?

    Es preocupante en ese sentido la actitud del actual Gobierno, que no ha sido explícito en su voluntad de perseverar -uno incluso consideraría necesario profundizar- en el modelo de concesión de cárceles. El ministro Bulnes, de cuya capacidad, buenas intenciones y compromiso con la suerte del sistema penitenciario no albergo dudas, parece estar sujeto a limitaciones superiores, que lo están obligando a buscar fórmulas más económicas. Sólo así se entienden anuncios positivos pero insuficientes, como el programa de entrega de frazadas e higiene de los penales, o ahora el anuncio de cárceles “modulares” como respuesta a las necesidades de infraestructura. Como fundamento, se señala que las cárceles concesionadas son caras y toma tiempo

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