Pueblos indígenas y reconocimiento político

Bandera Mapuche

El conflicto mapuche emerge y desaparece de la agenda política de manera cíclica e invariable. Casi siempre irrumpe rodeado de circunstancias críticas y apremiantes, como ocurre hoy con la huelga de hambre y las frenéticas negociaciones, en estas mismas horas,  para ponerle fin. Superada la emergencia el tema se hunde en un silencio de aguas profundas, mezcla de indiferencia y de una inconfesada percepción en la elite de que se trata de un problema de esos que no tienen solución (y que tampoco se solucionará solo).

Una constante del conflicto mapuche es que se desarrolla en un vacío político-institucional; con interlocutores cuya representatividad se desconoce; en un clima de total desconfianza entre las partes; y con una agenda amplísima, donde se entrecruzan reivindicaciones de distinta índole y alcance histórico.

Valga lo anterior para concordar con aquellos que piensan que el “conflicto mapuche” es, a estas alturas,  esencialmente político, y que el desafío principal  es cómo dar un anclaje en nuestra institucionalidad democrática a un pueblo que reivindica una identidad propia, la que no se agota ni quiere hacerlo solo en la identidad y ciudadanía chilena.

El tema del reconocimiento de los derechos políticos de grupos minoritarios y  cómo abordar las demandas de identidad es, sin duda, uno de los principales desafíos actuales de las democracias liberales. El carácter multicultural de las sociedades no es una singularidad chilena: existen 184 estados independientes, 5000 grupos étnicos, y 600 grupos de lenguas vivas. Por ello, casi ningún país comparte exclusivamente la misma lengua o pertenece  a un solo grupo étnico. Dicha diversidad se ha visto acentuada, a su vez, por los procesos migratorios y globalizadores en curso.

Conspira contra una apertura conceptual al tema del reconocimiento político no solo la persistencia  de ideologías nacionalistas o centralistas que suelen inspirar políticas de integración forzada,  sino también un pensamiento irreprochablemente liberal que considera que el tema de las libertades y derechos fundamentales debe ser resuelto a escala individual, sin aceptar el reconocimiento de derechos colectivos o de grupo. Se subsume así erróneamente la identidad indígena –que implica una cosmovisión general de sociedad- con aquel conjunto de identidades individuales que pueden adoptar los ciudadanos en la esfera de lo privado.

Una oportunidad para construir un nuevo marco de entendimiento con los pueblos indígenas puede venir de la mano de los avanzados tratados internacionales a los que Chile adhirió en 2009: el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (lo que dicho sea de paso también debiera considerarse como parte de la “herencia” de las administraciones anteriores y no solo la errónea invocación a la Ley Antiterrorista).

Reconocer derechos políticos  y formas de representación propias a los pueblos indígenas, concordantes con las libertades y derechos universales, podría favorecer la creación de un proceso de diálogo institucionalizado y representativo. Seguir intentando una asimilación cultural y económica forzada de los pueblos indígenas, no solo  es una política fracasada  históricamente sino que tampoco da cuenta del desafío que implica para la democracia desplegar su  atributo y promesa de representación en sociedades diversas y multiculturales.

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