La idea de extraer del baúl de los recuerdos y desempolvar la “democracia de los acuerdos” tiene a la base, a mi juicio, la cruda y prosaica constatación que la próxima administración no cuenta con mayoría parlamentaria. En el Senado no la tiene y en la Cámara vaya uno a saber quién la tiene.
Sin embargo, el asunto es menos dramático de lo que parece pues en los últimos 20 años de gobiernos de la Concertación solo en un breve período existió mayoría en ambas cámaras: en el primer año del gobierno de la Presidente Bachelet, y que por su fugacidad bien pudo tratarse de un espejismo.
Durante más de diez años la mayoría opositora en el parlamento se aseguró a través de los “senadores designados”, y cuando esta institución se hizo disfuncional a ese propósito, existió el acuerdo para abolirla. Posteriormente se siguió administrando este “presidencialismo de minoría” a través del empate político a que propende el binominal y a esa fracción mágica de los 4/7 que exige como quórum un significativo número de temas relevantes para ser modificados.
Este “presidencialismo de minoría parlamentaria” no ha sido un accidente en nuestra historia sino un modo de entender la gobernabilidad del país, y ha implicado una negociación permanente y fatigosa entre la centroizquierda en el gobierno y la derecha en la oposición. El cuadro anterior también ha significado que en todos estos años fuese la centroizquierda la que ha debido enfrentar, procesar y contener la demanda social, asumiendo la derecha un rol de espectador y de “editor” final de los acuerdos a través de su control parlamentario.
En este sentido, lo ocurrido el pasado 17 de enero encierra algo más que un simple cambio de gobierno y de orientación. Hay también allí, el fin de un cierto “modo de hacer las cosas”. El nuevo escenario político trae, por un lado, un inédito cara a cara entre la demanda social y la centroderecha, y por otro, los mecanismos institucionales concebidos para mitigar la velocidad y profundidad del cambio, ahora ya no jugarán de igual forma a favor de la derecha.
No hay razones para ponerse apocalípticos o para pensar que a la centroderecha le vaya ir mal en el gobierno, pero deberá encontrar su propio modelo de gobernabilidad, su particular “modo de hacer las cosas”. Deberá saber transitar el camino que va desde manejar “las riendas del poder” en la trastienda o desde una cierta penumbra política, a tener que administrar de manera directa el gobierno a plena luz del día.
En el corto plazo la centroderecha deberá definir con que programa va a gobernar: si con el de centro, liberal, y de continuidad y extensión de la protección social que ofreció en la campaña, o bien, optará por conducir una etapa de “restauración” conservadora, donde lo central será devolverle la ortodoxia y pureza neoliberal a un modelo económico y social, que se habría ido poniendo muy “socialdemócrata”.
Las primeras señales y declaraciones de la nueva coalición gobernante en temas sensibles como la flexibilidad laboral, el abaratamiento del costo del despido y la reducción del salario mínimo a los jóvenes (¿la vía al millón de empleos?); o el ingreso de capital privado a empresas estatales estratégicas; o el posible cierre de las causas de derechos humanos; han despertado inquietud y han alimentado la sospecha que se podría estar desplegando un programa distinto al voceado durante la campaña o que tal vez dicho programa venía con la infaltable y tan criolla “letra chica”. Esa abigarrada y pequeña letra que uno nunca se da el trabajo de leer a tiempo con la acuciosidad necesaria, y que cuando debe finalmente hacerlo, porque el producto comienza a fallar o parece que no era él esperado, suele ser demasiado tarde para arrepentirse.