Quienes hemos hecho de la política y la democracia una actividad y un objeto de estudio, no podemos sino sentirnos orgullosos del proceso electoral vivido en Chile. Después de más de dos décadas desde el plebiscito que derrotó a la dictadura en Chile, después de cuatro gobiernos democráticos, después de haber superado el temor a la regresión autoritaria y después de haber construido un país que hoy ostenta los mejores niveles de desarrollo humano en América Latina y que es reconocido a nivel internacional por sus múltiples logros, hemos celebrado una elección que, pese al resultado adverso para la Concertación, ha sido un homenaje para los que siempre hemos creído en la democracia y en sus procedimientos.
En sintonía con los analistas de moda, reconozco domicilio político en la centro- izquierda y por la misma razón, declaro mi preocupación por el gran desafío que hoy tenemos: demostrar que desde la oposición seguiremos creyendo con más fuerza en la democracia, la libertad, en la igualdad y en la construcción de justicia social. Hoy ha terminado un ciclo que se venía anunciando hace varios años, cuyos síntomas más evidentes en la Concertación se habían registrado en la década anterior en la discusión entre los llamados “autoflagelantes” y “autocomplacientes”, que no era otra cosa que el enfrentamiento de distintas visiones de lo obrado por los gobiernos democráticos en relación al proyecto histórico planteado en sus inicios. Dicha discusión, no resuelta por cierto, fue generando ciertas tensiones que tampoco fueron encausadas y que se tradujeron en múltiples síntomas de dispersión cuya principal consecuencia fue ver enfrentados en 2009, en primera vuelta presidencial, a tres alternativas de la coalición, dos de ellas ex miembros de las filas del Partido Socialista, tienda de la que, por lo demás, proviene la actual mandataria que ostenta los niveles más altos de popularidad de los gobiernos desde 1990. Ello no deja de ser una paradoja que la historia se encargará de explicar.
Tal como han señalado algunos analistas de la plaza, la Concertación hoy fue víctima de sus propios éxitos y también de sus cegueras. El impacto de la obra transformadora junto a la responsabilidad de otorgar gobernabilidad a la sociedad chilena, provocaron dos efectos que, hoy por hoy, plantean un desafío para la renovación del conglomerado político desde la oposición y plantean un espacio de incertidumbre ante un nuevo ciclo que se abre.
En primer lugar, respecto al impacto de la obra transformadora, no cabe duda que la empresa iniciada por la Concertación a partir del plebiscito de 1988 trajo consigo mayor bienestar a la sociedad, a través tanto de un piso mínimo de prestaciones sociales garantizadas por el Estado que han encontrado forma en lo que la administración de la Presidenta Michelle Bachelet ha llamado “Sistema de Protección Social”, como por el respeto a las libertades ciudadanas, que generan hoy un nuevo tipo de ciudadanos más conscientes respecto de sus derechos y más demandantes respecto al rol del Estado y sus representantes. Sin duda, hoy existe un nuevo tipo de sociedad, que requiere nuevas respuestas a la articulación de nuevas demandas.
En segundo lugar, la necesidad que enfrentó la coalición de Gobierno de conducir responsablemente los destinos del país desde el Poder Ejecutivo, primero, para evitar la amenaza del autoritarismo y después, para continuar la senda de progreso y bienestar trazada, provocó un rezago en la discusión respecto a la necesidad de ir remozando el proyecto político y la apuesta de futuro, más allá de la coyuntura electoral, con el fin de generar un justo equilibrio entre identidad y proyecto. Ello se tradujo no sólo en un debilitamiento del tejido social, fuertemente articulado en la lucha contra la dictadura, sino que también, en un debilitamiento de las instituciones que, por excelencia debían generar la articulación entre el Estado y los ciudadanos, los partidos políticos. Ello no significa, sin embargo, que los partidos políticos tiendan a desaparecer de la arena política o que enfrenten una situación insalvable, sino que, más bien, están desafiados a releer a la nueva sociedad que emergió tras estos cambios, para poder, desde allí, plantear una apuesta de futuro que logre superar un fenómeno que es común, por lo demás, a las democracias modernas, cual es, su descrédito.
Desde esta perspectiva, las enormes transformaciones de la sociedad y de la política en las últimas dos décadas fueron generando cierto agotamiento del proyecto inicial, que hoy se abre a la incertidumbre que plantea un nuevo ciclo para la política chilena en manos de un gobierno de la derecha y con el aprendizaje que significará para toda una generación el ser capaces de reconstruirse desde la oposición.
Desde hoy, parte importante de la centro- izquierda debe ser capaz de enterrar a la Concertación, aplaudiendo sus éxitos y reconociendo sus fracasos, para dejar nacer pronto un nuevo referente político que aglutine y convoque a las fuerzas políticas que hoy se encuentran dispersas.
En este cuadro, la promesa de renovación pasa a ser clave y está desafiada a resignificarse, para que ella no se traduzca solamente en “cambio generacional” o “cambio de rostros”, necesario pero no suficiente, para generar un nuevo proyecto colectivo. Sin duda, la promesa de renovación pasa también por encontrar nuevos temas y una agenda de futuro. Nuevos temas que sean capaces de dar cuenta de las transformaciones sociales y, tal como señala en PNUD en el último Informe de Desarrollo Humano, haga posible que el país se haga cargo de desafíos de otro tipo. Nueva agenda, que plantee un “horizonte de expectativa” como el que se impuso la Concertación ante el reto que significaba recuperar la democracia y asumir el gobierno en la década de los ’90. Esto implica más que compromisos programáticos en torno a un conjunto de políticas públicas, sino que también la construcción de un proyecto político que abarque todas las expresiones y sensibilidades de la centro izquierda en Chile.
El camino es largo y probablemente no estará exento de dificultades, pero el alcance del proceso puede ser de enorme envergadura, así como lo fue la constitución y el legado de la Concertación en las últimas dos décadas, tras derrotar a la dictadura.