EEUU – América Latina: Avances escasos y errores no forzados

En el mes de julio de este año y tras los titubeos esbozados hasta entonces por el Departamento de Estado para reafirmar con hechos la condena inicial realizada por el gobierno norteamericano al golpe de Estado en Honduras nos preguntábamos, en estas mismas páginas virtuales, si el  estimulante espíritu de la Cumbre de las Américas de Trinidad Tobago no terminaría por esfumarse.

Ahora, ya al finalizar este año 2009, la respuesta a dicha interrogante es desafortunadamente positiva, a juzgar por los hechos ocurridos hasta ahora. Los buenos propósitos de iniciar una nueva era en las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, surgidos tras la histórica victoria electoral del Presidente Obama y aplaudidos en su momento por tirios y troyanos, parecen hoy  sólo un espejismo que todos quisimos ver como una realidad a corto plazo, considerando la profunda significación de la elección del Presidente Barack Obama en la Presidencia de los Estados Unidos. Y a menos que haya una reacción visible y pronta de parte del Departamento de Estado, la voz de los escépticos y de los desilusionados se agregará, aunque con matices y con tonos diferentes, al coro de los que siempre estuvieron interesados en sostener que en Washington nada había cambiado. Y menos respecto de América Latina. Los avances progresivos  que se están produciendo en el complejo campo de las relaciones de Estados Unidos con Cuba no bastan para ahogar las críticas, por más que la comprensión sobre los formidables obstáculos que debe enfrentar el Presidente Obama para impulsar cualquier cambio progresista en política interna o exterior haya aumentado sustancialmente en la región.

No resulta difícil ennumerar los desencuentros entre la mayoría de los gobiernos latinoamericanos con la política real puesta en práctica, de manera inusualmente tosca y contradictoria, por el gobierno de Washington. El primero de ellos – y también el más grave por su eventual repercusión histórica- es obviamente el que se refiere a la zigzagueante conducta exhibida por dicho gobierno respecto a la crisis hondureña. De la condena inicial al golpe de Estado en dicho país, hecho esperanzador que rompía con el tradicional apoyo de Washington a los golpes de Estado en la región, se pasó a una estrategia extraña, consistente en mantener dicha condena en la teoría, sosteniendo en la práctica que la elección presidencial posterior, convocada y monitoreada por el gobernante de facto que depuso al Presidente Zelaya, tendría legitimidad. Ello, obviamente, implicaba sanear indirectamente el golpe de Estado. Y aunque Washington no se ha atrevido hasta ahora a reconocer formalmente al gobierno surgido de estas elecciones ante la repulsa mayoritaria de los gobiernos latinoamericanos, incluido en primer término Brasil, mantiene de hecho una política de apoyo al nuevo Presidente hondureño sin que se haya logrado el indispensable acuerdo internacional- del cual los países latinoamericanos y Estados Unidos deben formar parte central- para apoyar una salida a este complejo desafío democrático.

Ya sea porque privilegió la necesidad de superar los obstáculos de los legisladores republicanos para confirmar la designación de Arturo Valenzuela como Secretario de Estado Adjunto para el Hemisferio Occidental o por el peso de los sectores de defensa en la conducción de la política hacia la región, lo cierto es que la estrategia seguida por  Washington es errónea y hace resurgir – aunque ello sea una percepción inadecuada y carente de realismo- el fantasma del tradicional apoyo norteamericano a los golpes de Estado en América Latina. Disipar esa percepción constituye una condición esencial para recuperar la confianza que el Presidente Obama había empezado a obtener en la región y para “ resetear” las relaciones entre su país y América Latina.

El segundo tema de la nutrida agenda de problemas por resolver al cual nos referiremos por ahora es la firma y puesta en marcha del Convenio entre el gobierno norteamericano y el de Colombia, que habilita al primero para usar bases militares en territorio colombiano con el fin de combatir el narcotráfico y el terrorismo. Y aunque el gobierno colombiano ha intentado darle transparencia relativa al referido convenio, en tanto Washington le baja el perfil sosteniendo que sólo se trata de hacer más efectivo el control del narcotráfico y de apoya al gobierno colombiano en su lucha contra la guerrilla dentro de las fronteras de ese país, los fantasmas de la intervención militar norteamericana en América Latina han reaparecido, dando pie para que los gobiernos de Venezuela, Ecuador y Bolivia se apresten a tomar medidas de defensa y a radicalizar su discurso antinorteamericano. Pero otra vez es Brasil el país que asume el liderato de América del Sur para cuestionar este aspecto de la política del gobierno del Presidente Obama hacia América Latina, aunque sin los excesos verbales de los Presidentes venezolano, ecuatoriano y boliviano. Pero sí en forma clara y frontal, como corresponde a la principal potencia de la región.

Este año para olvidar en las relaciones entre América Latina y Estados Unidos se está ya cerrando, y lo hace con un episodio menor igualmente erróneo. Nada menos que el propio Arturo Valenzuela, ya en posesión de su cargo de Secretario Adjunto encargado de América Latina en el Departamento de Estado, con toda su experiencia y conocimientos indiscutibles, ha realizado una desafortunada visita a Argentina, en la que al incursionar en temas económicos, ha recordado que existía mejor clima para las inversiones norteamericanas en ese país en tiempos de Menem que los que ahora existen. Sólo que al recordar ese periodo olvidó que fue la política neoliberal de Menem la que precipitó a la Argentina al infierno de la peor crisis de su historia, bajo las bendiciones del FMI. Las repercusiones de este episodio han sido fuertes y ruidosas, aunque obviamente su alcance es pecata minuta comparado con los problemas señalados anteriormente. Finaliza de este modo un año para olvidar en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, las que requieren una urgente reingeniería para enfrentar el 2010. No se trata de una tarea fácil, puesto que los sectores neoconservadores republicanos se resisten a ver a América Latina como otra cosa que su tradicional patio trasero, que el lobby cubano de Miami sigue teniendo fuerza y que sectores conservadores del propio Partido Demócrata se oponen a cambios en temas tan importantes como la política migratoria o a una nueva forma de enfrentar el problema del narcotráfico, atendiendo más a sus causas socioeconómicas y al  tratamiento científico de las adicciones como problema de salud  que a la utilización de la fuerza militar para  “erradicar” un fenómeno que no tiene esa característica principal. Pero la formulación de una nueva política hacia América Latina sigue siendo una tarea importante para el gobierno de Obama, que deberá mostrar avances significativos durante el 2010.

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