Empresas Estatales

Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL CLARÍN (Chile) el día 04 de diciembre de 2020.

Las empresas estatales han pasado a ser un pájaro raro – incluso en peligro de extinción – en el sistema económico nacional. Antaño, el país pudo dar grandes saltos adelante en su desarrollo económico e industrial, en su integración territorial e incluso en la consolidación de un genuino sentimiento de unidad nacional, gracias a la existencia de empresas tan importantes como fueron los Ferrocarriles del Estado, Correos y Telégrafos, Lan Chile, Huachipato, Chilectra, Enap y otras. Chile no sería hoy en día lo que es si no hubieran existido dichas empresas. Esas empresas requerían para su existencia volúmenes elevados de capital y tecnología, enfrentaban altos riesgos y arrojaban ganancias solo a largo plazo – si es que las arrojaban – razones todas ellas que las dejaban fuera del horizonte inversor de los capitales privados. Sin embargo, la empresa privada se beneficiaba en forma sustantiva de la existencia de dichas empresas, pues ellas proporcionaban insumos, materias primas y servicios en forma continua y barata para el funcionamiento de las noveles empresas que caracterizaron el inicio del desarrollo industrial del país.

La escasa presencia hoy en día de empresas estatales obedece, entre otras cosas, a que el Estado carece de visiones o perspectivas estratégicas de desarrollo, e impera la idea de que todos los rumbos de la economía deben ser decididos únicamente por el mercado. Ello se concreta en que la actual constitución obliga a que el Estado solo pueda “desarrollar actividades empresariales o participar en ellas solo si una ley de quorum calificado lo autoriza”, lo cual se ha demostrado que es un requisito sumamente difícil de que se logre, pues, por un ideologismo incluso contrario a sus propios intereses, la minoría parlamentaria lo ha impedido en forma sostenida. Los particulares, en cambio tienen el derecho constitucional a “desarrollar cualquiera actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a la seguridad nacional”. Esta garantía se extiende por igual a los capitales nacionales o extranjeros.

Toda esta situación implica que el Estado puede entrar a participar y a competir en el mercado nacional, solo cuando los representantes políticos de la competencia así se lo permitan. Y si logra pasar esa barrera, no puede hace uso de las ayudas o beneficios que le pueda prestar su casa matriz – es decir, el Estado- sino que debe comportarse con los parámetros y los objetivos propios de la empresa privada, pero con una serie de limitaciones en cuanto a los recursos de los cuales puede disponer.

La nueva Constitución debe facultar al Estado para crear y administrar empresas estatales cuando su deber y su función de proporcionar bienes públicos así lo haga conveniente. O cuando su obligación de regular los mercados y de combatir los efectos negativos de la existencia de monopolios u oligopolios así lo hagan necesario. O cuando la necesidad de contar con empresas llamadas a jugar un rol impulsor, protagónico o estratégico en el desarrollo económico del país así lo exija. Y en todos esos casos – y en otros de similar carácter social y/o estratégico – el carácter de esas empresas no puede ser igual al de las empresas privadas, cuyo norte fundamental es la generación de utilidades para beneficio de sus propietarios. Las empresas estatales, en cambio tienen, en general, la misión de generar bienes y servicios sociales al país y a su población, a corto o a largo plazo, que pueden o no ser compatibles con la obtención de utilidades, pero sin que esto sea su objetivo primero y último.

La nueva constitución debe igualmente acabar con los quorum calificados y dejar que el parlamento decida, por simple mayoría, cuestiones como la generación de una nueva empresa, dentro de las circunstancias que la ley determine en que esto es posible y conveniente.

En todo caso, es interesante constatar que los municipios – que aun con toda la autonomía que les es propia, no dejan de ser parte del Estado – han empezado a generar empresas en sus ámbitos de acción – tales como farmacias populares, que venden medicamentos a precios justos, o institutos crediticios, que otorgan créditos a tasas bajas a la población. Hasta este momento esas modestas actividades empresariales no han sido objeto de polémicas constitucionales, quizás por su obvio sentido social. En todo caso, se trata de iniciativas que deben multiplicarse y gozar de toda la garantía y el apoyo constitucional y legal.

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