Artículo de Sergio Arancibia publicado en la edición digital de EL CLARÍN (Chile) el día 08 de septiembre de 2020.
Hay por lo menos toda una generación de chilenos que han nacido y se han criado, madurado e incluso se han muerto, en un contexto en que los equilibrios macroeconómicos se consideran uno de los objetivos más importantes de la política económica. Se incluyen en ese concepto el equilibrio entre ingresos y gastos en el presupuesto del sector público, el equilibrio entre ingresos y gastos en materia de intercambios con el exterior – que se reflejan en la balanza de pagos – y el equilibrio entre oferta y demanda de dinero – para efectos de que no haya asomo de inflación – e incluso se puede agregar el equilibrio entre los salarios, el consumo y la demanda agregada. Nadie puede negar la importancia de esas relaciones entre las variables económicas mencionadas, so riesgo de ser considerado un hereje y ser quemado en las modernas hogueras inquisitoriales.
Sin embargo, esos equilibrios no constituyen el principio y el fin de la política económica. Hay otros equilibrios que son tan importantes en el país como los equilibrios macroeconómicos. Nos referimos básicamente a los equilibrios sociales y a los equilibrios políticos.
En materia de equilibrios sociales nadie postula – aquí ni prácticamente en ninguna parte del mundo – que deba existir un reparto igualitario de la riqueza y de los ingresos, y de esa manera un reparto igualitario de los bienes y servicios de que dispone esa sociedad. Pero no hay razón alguna para que una sociedad exhiba tan brutales desigualdades en la distribución del ingreso como las que se presentan Chile, en que el 10 % más rico de los hogares capta un ingreso 39 veces más alto que el 10 % más pobre, según datos de la Encuesta Casen de 2017.
Esas diferencias en la distribución del ingreso constituyen un desequilibrio social, tan importante como los desequilibrios económicos. Igualmente, el hecho de que un porcentaje importante de la población no tenga acceso a atenciones de salud oportunas y de buena calidad, mientras otros sectores tienen acceso inmediato a las mejores atenciones que la ciencia y la tecnología médica pueden ofrecer en el país. O que los sectores de menores ingresos tengan que ir a escuelas y liceos con escasos recursos pedagógicos, y que vayan desde la más tierna infancia acumulando un déficit digital y cultural que definirá sus vidas hasta el día mismo de su muerte.
Es perfectamente concebible que una sociedad se ponga como objetivo el cerrar los grandes desequilibrios sociales, como guía y principio rector de todo el Estado, del Gobierno y de la sociedad civil.
También hay inmensos desequilibrios políticos. El ejercicio del poder político no radica en partidos, movimientos, personalidades y votantes que tratan de captar la adhesión ciudadana, todos compitiendo en condiciones de igualdad. Eso no es así. En la práctica el sistema político está lleno de poderes fácticos, que tienen grandes y desiguales capacidades de controlar los medios de comunicación social, de financiar candidatos y partidos completos y/o de generar presiones o poner en marcha lobbys especializados para incidir en la conformación de las leyes de la república. La competencia política – y la democracia misma – no camina, por lo tanto, por la vía de la competencia entre iguales. Hay inmensos desequilibrios políticos, que no son dados por los dioses ni por la naturaleza, sino que son, por lo tanto, posibles de suprimir o de corregir en la medida en que la sociedad así se lo proponga. El acceso igualitario a los medios de comunicación social, la penalización del financiamiento abierto o clandestino de campañas y de candidatos, e incluso el financiamiento gubernamental a los partidos políticos, son algunas cuestiones que pueden apuntar hacia un sistema político más equilibrado.
En la teoría y en la práctica social, económica y política del presente, no es posible sostener la idea de que los equilibrios macroeconómicos conducen por si mismos a reducir o a eliminar los desequilibrios sociales y políticos. Más bien contribuyen a mantenerlos o a incrementarlos. Lo que se puede decir – con bastante evidencia en la mano – es que los desequilibrios políticos ayudan a sostener los desequilibrios sociales, y por esa vía, reproducen y fortalecen los propios desequilibrios políticos.
Una sociedad moderna y bien estructurada debe centrar su atención – legal y constitucionalmente – no solo en promover los equilibrios económicos, sino que, con mayor énfasis aún, en combatir los desequilibrios sociales y políticos, que atentan contra la convivencia social y contra la esencia misma de la democracia.
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