Niños, niñas y adolescentes, ¿para cuándo?

Más allá de contar a la brevedad con una legislación de garantía de derechos, que sea un mandato transversal para todo el sistema público y sus servicios, con los recursos necesarios para cumplir su tarea, la prevención pasa por la voluntad política de usar los instrumentos y recursos actualmente disponibles. Pasa por estrategias descentralizadas de intervención, con claros roles de los municipios, de la propia comunidad organizada, de organismos no gubernamentales con experiencia en estas labores y de las propias familias, con metas claras de resultados tangibles, que sean dadas a conocer al escrutinio público –tanto ciudadano como político– ante el Congreso.

Con el retórico lema “los niños primero”, a inicios de este Gobierno se constituyó una comisión asesora presidencial para abordar la problemática de la infancia en Chile, a la que se integraron representantes de casi todo el arco político del país. Algunos de quienes no participamos en esa instancia –como fue el caso del Instituto Igualdad– produjimos una propuesta sobre infancia, con un documento que se sometió a un debate más colectivo con otros centros de pensamiento y congresistas.

Desde que la comisión presidencial entregó sus reflexiones diagnósticas y propositivas en junio de 2018 y desde que Igualdad hiciera pública su propuesta dos meses antes de eso, el panorama apenas ha variado.

Excepción hecha con la puesta en marcha de la Subsecretaría de la Infancia, que carece de peso político decisorio y que, prácticamente, trabaja en el anonimato, así como la instalación de la Defensoría de la Niñez, eficazmente liderada por la abogada Patricia Muñoz, quien ganó el cargo tras una deliberación del Senado entre un grupo de meritorias candidaturas. Una Defensoría que ha conquistado una notoria presencia pública y que hoy es la voz de las vulneraciones de derechos infantiles que ocurren en el país, pero que materialmente carece de la fuerza real para revertir una situación global, que no muestra avances.

Recordemos que la irrupción de la vulneración de derechos de la infancia en la agenda pública se debió a la dramática muerte, en 2016, de Lysette Villa, una niña que estaba a cargo de una institución colaboradora del Sename, la que, supuestamente, debía protegerla. Su muerte prematura por obra de terceros y no por causas naturales, como se quiso hacer creer por la institución responsable, destapó en los medios de comunicación un anterior estudio del 2013 conocido como el «Informe Jeldres», fruto de un acuerdo de trabajo entre el Poder Judicial y Unicef y cuyos dramáticos resultados –si bien habían sido silenciados– dieron origen a una primera comisión especial de la Cámara de Diputados (Sename 1), que ahondó en la realidad de la niñez vulnerada. A este esfuerzo se sumó después un lapidario estudio elaborado por la Contraloría General de la República en 2015 y, tras la muerte de Lysette, surgió en 2016 un segundo esfuerzo parlamentario con una nueva comisión especial (Sename 2).

¿Qué más evidencia se requiere para pasar de los ya conocidos diagnósticos a la acción? ¿Cuánto más habrá de ocurrir para que la retórica de la prioridad en la infancia se exprese en medidas efectivas, en programas de acción y en las demoradas legislaciones que, por fin, entreguen un marco normativo claro de garantía de derechos a niños, niñas y adolescentes? ¿Qué se espera para terminar de legislar sobre la totalidad de la institucionalidad necesaria y, sobre todo, se destinen los recursos que hacen posible cumplir con los derechos garantizados?

Estos fueron los antecedentes que dieron origen a una corriente de opinión pública que clamaba por resolver la situación dramática de la niñez vulnerada y que fue parte de la agenda de prioridades legislativas de Michelle Bachelet, con una Ley de Garantía de Derechos y de institucionalidad de la infancia que no lograron ver la luz en su mandato. También esta realidad permitió que la situación de la infancia estuviera presente en la campaña presidencial y que, finalmente, diera origen a la comisión asesora que el Presidente Sebastián Piñera instaló al inicio de su administración.

Transcurridos más de 6 años de estos numerosos estudios documentados de amplio dominio público y a un año de la supuesta prioridad que para este Gobierno son “los niños primero”, el balance es descorazonador.

Pasada la espectacularidad de las denuncias, la prioridad de la infancia camina a ritmo cansino y recién vuelve a la agenda pública, una vez más, de la mano de un descarnado estudio realizado en 2017 por la PDI, cuya divulgación fue posible conocer recién en 2018 gracias a la labor de Ciper. En el estudio –realizado en 240 hogares de niños, niñas y adolescentes– se recogen evidencias de 2.071 abusos, 310 de ellos de connotación sexual y presentes en la mitad de los hogares estudiados.

El estudio de la PDI sistematiza abusos de derechos que son cometidos en el 100% de los hogares de administración directa del Sename y en el 88% de aquellos, que son administrados por organismos colaboradores con subvenciones estatales, que afectan a los más de 6 mil niños, niñas y adolescentes institucionalizados.

Junto a este informe, que reitera prácticas que las anteriores investigaciones ya habían descrito en dichos organismos, aparece otro elaborado por la Universidad Católica de Valparaíso a solicitud de la Defensoría de la Niñez, respecto a la situación de afectación de derechos de la niñez y adolescencia en la zona de Quintero y Puchuncaví ante los reiterados episodios de contaminación que ha vivido su población. La conclusión es que al menos 17 derechos han sido vulnerados en la población infantil.

¿Qué más evidencia se requiere para pasar de los ya conocidos diagnósticos a la acción? ¿Cuánto más habrá de ocurrir para que la retórica de la prioridad en la infancia se exprese en medidas efectivas, en programas de acción y en las demoradas legislaciones que, por fin, entreguen un marco normativo claro de garantía de derechos a niños, niñas y adolescentes? ¿Qué se espera para terminar de legislar sobre la totalidad de la institucionalidad necesaria y, sobre todo, se destinen los recursos que hacen posible cumplir con los derechos garantizados?

Porque lo más grave de los diagnósticos que conocemos, no solo está en la vida amenazada de la niñez vulnerada en las instituciones que deberían protegerlos, sino en la evidencia de que está fallando la labor preventiva.

Desde hace años, las cifras de niños, niñas y adolescentes que pasan por las redes del Sename no se mueven. Cerca de 200 mil de ellos pasan anualmente por sus sistemas ambulatorios (los más) o institucionalizados (los menos), incluyendo los que de tanto vivir vulneración de derechos terminan por naturalizarlos y practicarlos a su vez, constituyendo el segmento de adolescentes que pasan a ser infractores de ley.

De tanto poner el foco en quienes están vulnerados –y dada la urgencia dramática de su situación–, pasa a segundo plano lo que debiera ser la matriz básica de la acción de protección de derechos, esto es, la prevención que impida la ocurrencia y que disminuya, al máximo, el ejercicio de la vulneración de derechos para no tener que resignarse a la reparación del daño producido.

Si las denuncias que ahora existen ponen urgencia en el rediseño y el cambio de la institucionalidad del Sename por nuevos servicios, especialmente el de protección, alarma el abandono del rol preventivo más importante que debe jugar el Sistema de Protección de la Infancia, cuya responsabilidad de articulación para su implementación recae en el Ministerio de Desarrollo Social, propósito que pareciera haber sido omitido en la totalidad del Poder Ejecutivo.

Más allá de contar a la brevedad con una legislación de garantía de derechos, que sea un mandato transversal para todo el sistema público y sus servicios, con los recursos necesarios para cumplir su tarea, la prevención pasa por la voluntad política de usar los instrumentos y recursos actualmente disponibles. Pasa por estrategias descentralizadas de intervención, con claros roles de los municipios, de la propia comunidad organizada, de organismos no gubernamentales con experiencia en estas labores y de las propias familias, con metas claras de resultados tangibles, que sean dadas a conocer al escrutinio público –tanto ciudadano como político– ante el Congreso.

¿O dejaremos que pase otra generación de niños, niñas y adolescentes vulnerados mientras las legislaciones pendientes se aprueban y hasta tanto las instituciones que se crean logren organizarse?

Cómo no va a ser posible exigirle al gobierno en 2019 y en su segundo año de mandato, después de más de una década de vigencia del Sistema de Protección de la Infancia, que se comprometa a dar cuenta del cumplimiento de metas tan evidentes como:

¿Cuántos niños, niñas y adolescentes dejarán de llegar cada año hasta las redes del Sename?

¿Cuántos niños y niñas, especialmente menores de 6 años, serán anualmente desinternados del sistema de instituciones del Sename y contarán con hogares familiares para vivir?

¿Cuántos niños, niñas y adolescentes dejarán anualmente de abandonar el sistema educacional y podrán culminar sus estudios?

¿Cuántos niños, niñas y adolescentes tendrán, cada año, acceso a diagnóstico oportuno y a tratamiento adecuado de salud mental, para apoyarlos en su proceso de desarrollo sicológico, emocional y afectivo?

¿Cuántas familias podrán acceder año con año a soportes estatales para la formación en habilidades parentales, capacitación laboral e ingresos y subsidios, para enfrentar las debilidades que los llevan a descuidar la protección de sus niños, niñas y adolescentes?

¿Cuántas familias con antecedentes familiares de infractores de ley serán incorporadas anualmente al Sistema de Protección de la Infancia, para evitar los daños que se provocan en los niños, niñas y adolescentes al interior de tales hogares?

¿Cuánto debe ser el compromiso anual de reducción de tasas de bullying escolar y de violencia intrafamiliar?

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