Ya lo dijo alguien por ahí: el año político comenzó con las rutinas humorísticas del Festival de Viña. Allí se vio expresado en toda su magnitud el fenómeno de desprestigio transversal que hoy atraviesa nuestra política. El humor suele ser una agresión pasada por el cedazo de la inteligencia, lo que disimula o atempera la agresión, trucando casi milagrosamente la rabia en risa; por eso es que cuando el ingenio flaquea sale la pura agresión a la superficie. Lo claro es que este era un humor enojado.
En términos políticos es un signo de los tiempos. ¿De cuales? De un tiempo plebeyo, de desconfianza instintiva de todo aquello que está “arriba” y de una acelerada pérdida de prestigio de los atributos tradicionales del poder: ascendiente moral e intelectual, linaje de algún tipo, glamour, carisma, legitimidad democrática. Al clásico eje vertical que separa a la izquierda de la derecha se ha superpuesto un eje horizontal, por momentos mucho más dinámico políticamente, entre los de “arriba” y los de “abajo”.
En la configuración de este estado de cosas han confluido, a lo menos, dos dinámicas históricas: por un lado, una sostenida oligarquización transversal de la elite política post 90, fenómeno favorecido por la falta de competencia del sistema binominal; y, por otro, una creciente autoconciencia histórica de abuso por parte de los ciudadanos de a pie. El “tiro de gracia” ha sido constatar el grado de colonización de un amplio sector de la dirigencia política por parte del poder económico. Todo ello ha pulverizado el nexo de confianza básica entre representantes y representados, vinculo esencial en que descansa una democracia representativa.
Una revuelta plebeya tiene potenciales progresistas, pero también conservadores. Es progresista cuando es desacralizadora del poder, antioligárquica, o cuando favorece la emergencia de sujetos populares que de esta forma salen de su exclusión y silencio (la “potencia plebeya” descrita por algunos autores). Pero también puede tener derivas conservadoras, como cuando el enojo plebeyo es capturado por un discurso despolitizador, discriminador o xenófobo como se observa con Trump en Norteamérica o con la extrema derecha en Francia, quienes han logrado conectar y resignificar en clave protofascista este malestar popular con la política.
La izquierda, o una buena parte de ella, no escapa a este enojo plebeyo y es percibida como parte de los de “arriba”, de aquellos que abusan o han abusado de su posición de poder. Resulta un contrasentido que frente al enojo ciudadano y popular con lo oligárquico, la izquierda se encuentre percibida como parte del problema y no de la solución. Para recuperar su lugar debiera partir por barrer un poco la propia casa: aplicar normas mas severas en materia de probidad; y seguir el consejo del ex presidente Mujica: “a los que les gusta mucho el dinero hay que correrlos de la política”. Pareciera que para sintonizar con estos tiempos la izquierda debiera partir por reencontrarse con su propio origen y condición plebeya.