Ernesto Águila
Sorprendió que la Presidenta Bachelet junto a anuncios de fondo sobre la agenda de probidad política convocara a un proceso constituyente en septiembre de este año para dotar al país de una nueva Constitución, la que vendría a ser la primera en nuestra historia concebida en democracia. La única explicación plausible es que la Presidenta entiende ambos procesos como uno solo. Y hay razones para ello.
La crisis actual de legitimidad del sistema político representativo comenzó como un cuestionamiento a las reglas del juego, en la medida que se empezó a percibir que diversos mecanismos e instituciones -senadores designados, sistema binominal y otros- impedían la expresión de las mayorías en el parlamento. A ello siguió una creciente conciencia ciudadana de que el marco constitucional no solo tenía un origen ilegítimo sino que reflejaba una visión parcial de la sociedad, la cual estaba protegida por unos quorums inalcanzables por la vía del voto. Por último, el reciente conocimiento de casos de financiamiento ilegal y colonización empresarial de la política terminaron por profundizar la crisis de confianza esta vez en los representantes.
En este contexto, es difícil no constatar que lo que está dañado es el contrato básico entre los ciudadanos y la democracia; que lo que está erosionado es ese sentido de pertenencia de los individuos a su comunidad política, y que para rehacer un vínculo de esa naturaleza se requiere un proceso que tenga la suficiente densidad histórica como para volver a tejer esas identidades comunes y solidaridades básicas que conforman una república. Para esto, no se ve, a estas alturas, que quede alguna herramienta política con la envergadura suficiente, que no sea la generación de una nueva Constitución Política.
Este proceso de construcción democrática de una nueva Constitución tiene como primer desafío dirimir el procedimiento a través del cual generarla. Para ello se requiere zanjar un mecanismo para definir dicho procedimiento. Sin duda, lo más avanzado al respecto es la propuesta presentada por 53 diputados de una modificación constitucional que permita la convocatoria a plebiscito con acuerdo del parlamento. Dicen ya contar con 60 adhesiones pero se requieren 71 votos para abrir el “cerrojo”. Comenzar el proceso consultando al pueblo si quiere cambiar la Constitución y cómo desea hacerlo -comisión de expertos, parlamento a través de una comisión bicameral, asamblea constituyente u otra instancia – es de una impecable racionalidad democrática, independiente del cual sea el mecanismo que se considere más idóneo. Con el procedimiento institucional dirimido se estaría en condiciones de iniciar formalmente el «proceso constituyente». La derecha, que en su momento fue entusiasta de las consultas y los plebiscitos (1978, 1980, 1988, 1989), hasta ahora se opone, pero tampoco propone nada de envergadura para enfrentar la actual crisis. Por lo pronto, una propuesta irreprochablemente institucional y democrática se encuentra sobre la mesa.