Democracia y desacuerdos

Ernesto Águila Z.

Lo propio de una democracia, como forma de gobierno y procedimiento de toma de decisiones, es dirimir diferencias por la vía del principio de mayoría. Cualquier manual de ciencia política explica que la democracia no es una forma de gobierno de la unanimidad, ni tampoco de uno o de pocos, o de los mejores, sino, simplemente, de las mayorías. Esta cualidad de zanjar los disensos por una vía legítimamente aceptada por los involucrados es lo que la singulariza.

La mirada nostálgica hacia una etapa del país marcada por los consensos omite que gran parte de esos acuerdos fueron impuestos,  y se derivaron de la capacidad de la minoría –la derecha y sus ideas- de transformarse en mayoría parlamentaria por la vía, hasta el año 2005, de los senadores designados y por el dispositivo de quórum supramayoritarios/binominal, hasta el día de hoy. La diferencia que va de ayer al presente está dada por el excepcional número de doblajes obtenidos por las fuerzas de centro y de izquierda en la última elección parlamentaria, situación que las ha dejado con una mayoría simple holgada y merodeando los quórum extraordinarios. En este sentido, no se debe perder de vista que el dispositivo contramayoritario  que contiene nuestro sistema político aún no ha sido desactivado y todo indica que volverá a hacerse presente –el eterno retorno de “lo posible” de los últimos 25 años, no como criterio prudencial, sino como imposición de la minoría- en el contexto del próximo debate educacional y constitucional.

Desde las filas opositoras, y también desde sectores oficialistas que se sienten más cercanos al ethos de lo que fue la Concertación que a la Nueva Mayoría, se reclama diálogo y consenso. Conviene  distinguir ambos aspectos. El diálogo si es consustancial a la democracia y una mayoría electoral debe promoverlo y practicarlo. En el marco actual ello implica dialogar con la oposición parlamentaria pero también con los actores y movimientos sociales. En democracia, parafraseando a Habermas, la única “coacción legítima” es la del «mejor argumento» y este hay que salir a buscarlo a través del dialogo. Algo distinto ocurre con los consensos: estos pueden ser el resultado de un proceso deliberativo pero no son obligatorios ni parte de la esencia de la democracia, menos aún en un sistema institucional concebido para que una minoría ejerza su poder de veto y cogobierne desde la penumbra de su sobrerrepresentación parlamentaria.

Mitificar una etapa del país en que los consensos se impusieron por la precariedad democrática de los primeros años de la transición y por una institucionalidad que impedía, y sigue impidiendo, la expresión plena de la soberanía popular  es tratar de hacer de la necesidad una virtud e implica asumir peligrosamente una lectura histórica que legitima y proyecta como ejemplar para el presente y el futuro, una fase política del país marcada por el carácter restringido y tutelado de la democracia. Que las mayorías hoy ejerzan como tal, y sean estas y no los consensos forzados los que gobiernen, no es sinónimo de polarización o crispación política como se ha venido diciendo sino, simplemente, expresión de normalidad democrática.

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